Revista Arte

La imagen de los seres que no existieron, que no vivieron y que nunca fueron.

Por Artepoesia
La imagen de los seres que no existieron, que no vivieron y que nunca fueron. La imagen de los seres que no existieron, que no vivieron y que nunca fueron. La imagen de los seres que no existieron, que no vivieron y que nunca fueron. La imagen de los seres que no existieron, que no vivieron y que nunca fueron. La imagen de los seres que no existieron, que no vivieron y que nunca fueron. La imagen de los seres que no existieron, que no vivieron y que nunca fueron. La imagen de los seres que no existieron, que no vivieron y que nunca fueron.
La identidad es el germen de la existencia. Podemos tener un rostro y unos ademanes, pero si no tenemos identidad no seremos nadie, de nada nos servirán los rasgos entonces sino tan sólo ya para representar con ellos una imagen, una imago. La mayoría de las veces los pintores retrataron a sus modelos cercanos, a esos personajes conocidos y existentes por ellos en un fiel reflejo ya de lo que era, realmente, su propia fisonomía. Pero entonces ¿y la creación?, es decir, ¿y la auténtica composición originada ya desde la idealización de los contornos artísticos de esos rostros existentes tan sólo ahora ya en la mente y en el trazo del creador? Porque será así como la obra de Arte cumpla dos requisitos: desarrollar una admirable textura, una combinación de colores, un perfil inclinado y una creíble trama de pinceladas que den verosimilitud y personalidad al retratado, pero, además, también una composición obtenida desde la más absoluta creación inexistente, y llevada luego a cabo desde la nada, desde la más nula existencia anterior, algo que determinará absolutamente la esencia propia de lo que significará ser un verdadero creador.
El singular creador que fue El Greco compuso su obra El caballero de la mano en el pecho en 1580. Para ese momento, la corte española alcanzaba su máximo esplendor social de la mano de un poder político y militar no antes conocido desde el imperio romano. Así que el cuadro donde aparecía ahora un caballero, retratado además por el más insigne pintor de esa misma corte, no debía ser cualquiera, o no ser nadie, tendría que ser alguien, y alguien muy importante además. Sin embargo, el creador no tituló su obra más que con el descriptivo gesto titulado de la mano en su pecho. No le dio carta de naturaleza ni le dio ningún nombre, por lo tanto, ¿quién podría entonces ser? Nadie, porque no constaba -ni consta- su verdadera existencia real. Las obras con este cariz tan realista y tan inconfundibles -el rostro es perfecto y definible- no podrían ser, sin embargo, tan arbitrarias ya en la forma de no titular al retratado, en este caso la insigne imagen de un caballero. ¿Se dejaría retratar así un personaje de tanta alcurnia para no ser su vanidad satisfecha?
Sin embargo, algunos críticos han imaginado quién podría haber sido el retratado. Desde Juan de Silva y Ribera, marqués de Montemayor, hasta el gran Miguel de Cervantes pasando por un autorretrato del propio pintor. Pero, no hay certeza alguna de que sean, o hayan sido, estos entonces vivos personajes. Y pienso, para mayor gloria del autor, que fue una creación desde la nada, desde la magnífica y más elogiosa composición originada ya por la mente inspirada y auténtica del creador. Aunque la duda siempre existirá sobre si fue o no tomada de un modelo improvisado -aunque no fuese aquél representado-, los grandes genios no necesitarán ser fieles al reflejo real de un emisor de datos existente. Otros casos hubieron que suscitaron también dudas. Cuando el pintor ruso Iván Kramskói (1837-1887) decidió fijar el cuadro de una mujer rusa en 1883, pintó a una orgullosa dama subida ahora en su coche. Ella podría haber sido Tatiana Rostova, también una tal Ana Odintsova, o una moscovita llamada Katerina Ivánovna. Algunos, hasta pensaron que reflejaba el altivo, por desvergonzado y descarado, rostro de la famosa y novelística Anna Karenina. Pero, no será ninguna de ellas, o tal vez todas. Porque, en este caso, esta será la mayor grandeza artística del creador. Sublimar un gesto anónimo con la única certeza de su propio instinto creativo para mostrar así la representación de lo que sugiere o de lo que simboliza.
Fue el caso también del excelso Tiziano. Una vez quiso pintar la belleza y la idealizaría no la realizaría -de ideal frente a real-. ¿Qué mayor maestría ya que componerla desde la sutil forma en la que el propio creador fijara su idealización de la belleza. Tal vez por esto otros creadores no quisieron hacerlo. Pintar la belleza supone mirarla antes para saber qué es verdaderamente ésta. Cuando no se sabe cuál es -o elegir-, hay que buscarla dentro de uno mismo y plasmarla luego en un lienzo. Bien está que elegirla ya es un alarde a valorar en el autor, sin embargo, ¿no es aún mayor alarde componerla desde tan sólo los sentidos íntimos de la concepción más personal de lo que, para el propio creador, es ya la auténtica belleza? Esto último será mucho más arriesgado, aún más valorado, y bastante más creativo sin duda.
Porque será desnudar ya por completo su íntimo sentido de lo que es belleza, o también del motivo iconográfico -social, filosófico, histórico, humano- representado así de lo que el pintor también desee expresar ahora con su genuina creación en una obra. Lo que, desde luego, no llegaremos a descubrir jamás será si existieron o no estos seres retratados, u originales o modelados. Aunque, haciendo un mínimo ejercicio filosófico existencial, ¿no habrá mayor sentido de existencia que poder existir creado ya para siempre, aunque sin vida, frente a la cantidad inmensurable de individuos que han tenido alguna vez ya un rostro vivo, pero desconocido, en la ingente y derramada senda de lo vivido anónimamente desde el más temprano inicio de los tiempos?
(Óleo de El Greco, El caballero de la mano en el pecho, 1580, Museo del Prado; Obra del pintor Rembrandt, El noble eslavo, 1632, Metropolitan Museo de Arte, Nueva York; Cuadro Mujer desconocida, 1883, del pintor ruso Iván Kramskói; Óleo del pintor italiano Salvator Rosa, Retrato de hombre, 1640, Museo Hermitage, San Petersburgo; Imagen de la obra famosa de la serie de los niños llorones, Niño llorón, del pintor italiano Bruno Amadio, siglo XX; Óleo La bella, 1536, del pintor Tiziano, Palacio Pitti, Florencia; Obra contemporánea del pintor turco Remzi Tazkiran, Joven belleza turca, actual.)

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