rtan y alientan, a pesar de los sinsabores y los fracasos diarios.
Durante estos casi 15 años que llevo dando clases he pasado por muchos institutos sin quedarme nunca más de dos o tres cursos consecutivos en ninguno de ellos. En ese danzar laboral sin asentarme en ningún centro, siempre tuve la impresión de conseguir una interacción intensa y positiva a través de mi trabajo con los grupos de alumnos a los que me tocó enseñar. Y, aunque es cierto que me he perdido casi siempre su posterior evolución personal y académica, los cambios de centro me han obligado a mantenerme en un nivel de alerta muy alta para conseguir ese objetivo irrenunciable que me impuse desde que empecé con este trabajo: enseñar con exigencia "clásica" la Física y la Química desde la cercanía, el afecto y el absoluto respeto a todos y cada uno de mis alumnos. Mis sensaciones siempre han sido buenas, mis clases parecen funcionar y esa "exigencia" (que tantos adultos con ideas pueriles sobre la educación parecen detestar) nunca me ha parecido que haya sido percibida por mis alumnos como un obstáculo insalvable sino como un desafío inevitable que tenían que superar (y para el que siempre contaban con mi ayuda). No es fácil. Es mucha la energía que se consume. Energía para construir(me) una paciencia infinita como profesor (que casi nunca soy capaz de mostrar en mi vida personal) y así jamás dejar de responder con interés y sin malas formas a una duda (ya explicada mil veces); energía para utilizar cada error del alumno en su dedicación a su aprendizaje como una oportunidad para que se vuelva a levantar y vuelva a intentarlo (incluso en los caso más desesperados en los que yo mismo ya no creo que haya solución pero entiendo que seguir intentándolo es respetar la dignidad de ese alumno al borde del desahucio educativo); energía para intentar siempre que sea el grupo completo (con esas ratios indecentes) el que avance, que cada alumno llegue hasta donde debe y puede, pero siempre con el objetivo de alcanzar un mínimo irrenunciable; energía para colaborar con mis compañeros y construir relaciones laborales (no siempre fáciles en lo personal) con el único objetivo de ofrecer soluciones a los múltiples problemas a los que se enfrentan muchos alumnos en esta etapa educativa. Energía que merece la pena derrochar en un trabajo como el nuestro que todavía nos permite la ilusión de otorgarnos ese carácter o identidad (a través de nuestra labor) que, en muchos otro ámbitos de las sociedades modernas, está en permanente corrosión (como tan bien describiera RichardSennett). Un carácter, el de los profesores que, más allá del desprestigio social constante, nos hace a muchos creernos con una responsabilidad social para con nuestros alumnos que va mucho más allá del aula.
Siempre, desde joven, me ha gustado leer y analizar el tiempo y la sociedad en la que vivo.En este sentido, mi carrera docente me ha permitido ser un observador privilegiado de muchas realidades sociales diferentes asociadas a los institutos en los que he impartido mis clases (casi siempre enclavados en zonas rurales o barrios de las clase trabajadora). Y hace ya mucho tiempo que tengo muy claro que es la sociedad la que construye las bases de la Escuela posible, que la Escuela tiene mucho más de producto social que de motor de cambio social y que por tanto, más allá de las ensoñaciones de algunos, la Escuela no tiene potencial real para cambiar el mundo. En cambio, sí mantiene dos valores fundamentales: el primero es ser capaz de ofrecer a todos una posibilidad (siempre tramposa, siempre limitada, siempre insuficiente) de conocer ese mundo que está más allá de los muros (detrás de los que crecemos) que construyen los prejuicios familiares y sociales. El segundo es ofrecer una formación y unas acreditaciones que permiten tener una mayor posibilidad de elección en el fututo laboral adulto (una posibilidad de elección, por supuesto, siempre tamizada por el origen socioeconómico y familiar). Ningún cínico decadente ni ningún lúcido de salón (siempre todos bien posicionados socialmente, generalmente con estudios universitarios y, en demasiadas ocasiones, criados en familias económicamente desahogadas) me va a hacer cambiar de idea. Porque tan ruin es seguir defendiendo la meritocracia y que el futuro del alumno tan solo dependerá de su esfuerzo como resulta rastrero defender públicamente la supuesta inutilidad de los estudios y los títulos reglados para el futuro personal de cada uno de ellos, especialmente si han nacido en el seno de la clase trabajadora.
La Escuela (sobre todo la pública) no solo tiene que luchar contra los que pretenden convertirla en un apéndice del Mercado, no solo tiene que enfrentarse a los que la masacran con políticas segregadoras, también tiene que defenderse de los que dicen defenderla mientras promueven la devaluación de su importancia social con discursos buenistas y pueriles, de los que pretenden convertirla en una especie de centro de acogida emocional sin exigencia intelectual en el que los alumnos puedan ser felices unos años mientras son adiestrados en competencias vacías de contenido pero plenas de intencionalidad social. Y también debe defenderse de los desencantados radicales, de esos para los que la Escuela y su cuerpo docente nunca están a la altura de sus expectativas de utopía revolucionaria y terminan menospreciando su labor real y denigrando su importancia como ascensor social. Me chirría especialmente este último argumento, sobre todo cuando surge desde ciertos ámbitos universitarios, en boca de gente cuyos hijos podrán tropezar una y otra vez en su carrera académica porque ya se encargarán ellos de ayudarlos con su dinero y con sus contactos para que tengan siempre una nueva oportunidad para progresar en ese sistema educativo que tanto dicen despreciar.
A través de posts en este blog, de hilos en Twitter y en las múltiples conversaciones con compañeros y amigos docentes, llevo mucho tiempo intentando dar forma a una tesis nada revolucionaria pero que, en esta época de trincheras educativas y desconfianza generalizada en la importancia de la Educación, me parece necesario defender, divulgar y reivindicar: no debemos desterrar las emociones de las aulas ni desdeñar su importancia. No se puede renunciar a las emociones en el aula porque son claves para el aprendizaje. Por eso es tan importante que no se apropien de ellas los que defienden una Educación Emocionalhuera, sin contenidos, que dice buscar la felicidad del niño. Frente al proyecto (con tintes totalitarios) de una Escuela Psicoafectiva que tiene mucho más de domesticación social que de búsqueda de algo tan inaprensible como la felicidad, los que creemos en la posibilidad de una Escuela del Conocimiento tenemos que encontrar la manera de introducir en nuestros discursos, historias y reivindicaciones la importancia de las emociones en los procesos de enseñanza-aprendizaje efectivos.
No recuerdo ni un solo día que dando clases no me haya reído en algún momento con mis alumnos o no haya intuido en su silencio el sufrimiento de alguno de ellos intentando realmente comprender algo que para él, en ese momento, es excesivamente complejo. No recuerdo la cantidad de veces que paré o no empecé una clase para sacar fuera y animar a un alumno incapaz de contener sus lágrimas por situaciones personales o académicas. Siempre recordaré esa cara de ese alumno que de repente, entre treinta caras más, se enciende radiante con la luz de la comprensión para, durante un segundo, transmitir tanta felicidad como alivio porque gracias a tu explicación logró entender algo. Recuerdo como cada día, cada clase, con cada grupo, exijo atención, esfuerzo y trabajo a mis alumnos y cómo responden siempre que a cambio les ofrezca el máximo respeto (también intelectual) por ellos y la seguridad de que van a poder preguntar una y otra vez sin que haya una mala cara por mi parte. Para enseñar con cierta garantía de éxito a un grupo de adolescentes (y no solo a un puñado de ellos) hay que hacer cierto esfuerzo por conocerlos mínimamente, por saber algo de sus circunstancias personales, algunos rasgos de su carácter; hay que mirar de cara al alumno y no dejar nunca que él mire a otro lado cuando intentes comunicarte con él. No se trata de que quieras a tus alumnos, ni de que los abraces, ni de que te lleves su sufrimiento a casa contigo. Necesitan de ti algo mucho más importante: necesitan a un adulto que se preocupe por su formación, por su aprendizaje, que les exija con afecto, que sepa estar presente para ayudarles a solucionar un problema pero que no invada su mundo ni su privacidad con una excesiva cercanía. Eres su profesor, no su familia. Aprovecha esa distancia para que puedan escuchar una voz adulta que no esté viciada por los lazos familiares. Abrimos puertas enseñando conocimientos, que las crucen o no ya es cosa suya.
No hay aprendizaje sin esfuerzo pero no hay posibilidad de aprendizaje real para muchos adolescentes sin un profesor que les muestre que ese esfuerzo tiene una meta asequible y le refuerce para conseguirlo. Ser distante con los adolescentes (en muchas ocasiones más por miedo que por desinterés) a los que se pretende enseñar algo es hoy día la mejor manera de empezar a fracasar para un docente. Al final da igual lo bien que creamos hacerlo como profesores, dan igual las excusas o las razones objetivas, nuestra labor solo será relevante si ese otro, ese alumno, aprende algo contigo.
Hay un lugar común, un cliché desgastado que consiste en criticar a las nuevas generaciones desde la condescendencia y el esencialismo que supone pensar que nuestras infancias y adolescencias fueron mejores, más completas y más intensas. El que me haya leído o me conozca sabe que me hastía sobremanera ese relato que rezuma narcisismo mal digerido y que solo trata de menospreciar a los jóvenes de cada momento para mitificar la infancia y adolescencia de unos adultos que, a medida que envejecen, cada vez las echan más de menos. Todo esto, además, se ha multiplicado en los años que llevo de profesor porque la aparición de las redes sociales ha permitido la difusión masiva de lo que antes no eran más que opiniones despectivas que se quedaban en el ámbito personal y familiar. Es irritante ese desprecio adulto a cómo los jóvenes viven su adolescencia (construida, no se nos olvide, gracias a los cimientos que les damos) como si nosotros tuviéramos mucho de lo que alardear de las nuestras. Pero existen diferencias, por supuesto. Tal vez una de las que más afecta a la enseñanza es la necesidad de los nuevos jóvenes de cierto lazo emocional, afectivo con el profesor que les da clases para volcarse por completo en el aprendizaje de la materia que les enseña. Es algo que puede ser visto como defecto o como virtud, que puede ser entendido como debilidad o como una manera de exigir una enseñanza que atienda a su pluralidad. Que puede ayudar a su aprendizaje o dificultarlo. No profundizaré hoy en ello. En todo caso, me parece un hecho y hay que tenerlo en cuenta. Y para evitar tergiversaciones interesadas toca recordar que la exigencia intelectual no está reñida con la atención a la diversidad de un aula plural (de la Pública, claro, de la otra ni hablamos) en la que muchos alumnos realmente intentan comprender lo que explicas pero ello les supone un enorme esfuerzo (que jamás se debe minusvalorar).
Muchas ideas, algunas inconexas, balbuceos intelectuales, puertas que dejo abiertas de par en par en este post para continuar con la reflexión permanente que considero que debe realizar todo profesor desde su aula sobre lo que significa enseñar. Muchas dudas teóricas, bastantes certezas y una realidad, una constante en estos años como docente: mis alumnos. Aquellos a los que solo di clases, aquellos de los que además fui tutor, adolescentes que muchos fueron y que todavía hoy algunos son. Alumnos cuyas caras se difuminan en la memoria y cuyos nombres hoy no soy ya capaz de recordar pero de los que me acuerdo perfectamente, ya sea individualmente o como parte de un grupo.
Voy a terminar este post reivindicando su memoria, la de mis alumnos, sin los que mi trabajo carecería de importancia. Porque a pesar de los mensajes apocalípticos en relación a los jóvenes y la educación yo hoy aquí los reivindico: he tenido alumnos espectaculares, cientos de ellos, algunos con notas excelentes y algunos que jamás aprobaron conmigo. He dado clases a alumnos de pueblos tremendamente conservadores y de barrios populares. A alumnos del centro de Madrid y de esa periferia que antaño fue cinturón rojo. A alumnos de la sierra y de polígonos industriales. He trabajado con niños de altas capacidades, con alumnos TEA y con necesidades especiales. He dado clases a alumnos abiertos, dinámicos, cerrados, introvertidos, trabajadores, incapaces de preocuparse por estudiar. He dado clases a alumnos que no tenían calefacción en invierno, que me contaron que comían lentejas la noche de navidad, alumnos que vivían en casas de acogida; otros que siempre tenían una mirada triste, con padres fallecidos o en la cárcel, con familias completamente desestructuradas. He dado clases a alumnos incapaces de relacionarse y a otros incapaces de estar cinco minutos sin interaccionar con alguien. He dado clases a protodelincuentes y a alumnos de clases medias acomodadas con ínfulas. A adolescentes felices y joviales; a adolescentes siempre tristes y con una nube oscura atravesando su mirada. He dado clases a alumnos brillantes, ingeniosos y comprometidos. He trabajado con alumnos disruptivos, desahuciados por el sistema, carne de fracaso educativo, provocadores. Alumnos a los que nunca fui capaz de conocer, que no se hicieron notar, que no supe cómo ayudarlos. Alumnos extremadamente tímidos y silenciosos con los que no fui capaz de discernir si mi trabajo les sirvió para algo. Alumnos prácticamente incapaces de aprender algo medianamente complejo que compartían aula con alumnos que se bebían mis palabras e inmediatamente adquirían conocimientos y habilidades suficientes para seguir profundizando en su aprendizaje. Alumnos diversos para aulas plurales. Alumnos de la pública de una sociedad compleja. El mundo real en un aula de la pública. Mientras nos dejen