Mientras subía al púlpito desde el que Federico Jimenez los
Santos repartía estopa episcopal a diestro y siniestro, Sáez de
Buruaga pudo ver las uñas que el locutor dejó clavadas en los
escalones, junto a un reguero de ácido hídrico, cuando lo bajaron
por las bravas para desalojarlo de la emisora.
Peldaño a peldaño reflexionó sobre su ascensión profesional,
recordando que entre la mediocridad y la medianía hay un
discreto camino intermedio, por el que había transitado con la
tenaz ambición del quien conoce la importancia de llamarse Ernesto.
El sinuoso camino, en el que a tantos compañeros abandonó, que
ahora le conducía a lo más alto del púlpito eclesiástico de la mano
del amo del mundo, con la bendición de la
Conferencia Episcopal Española.