Cuando llevado por la necesidad económica, Lucien de Rubempré escribe crónicas deshonestas (y no poesía como dictaba su vanidad) de su idealizada París fuera de todo Romanticismo, Balzac aprovecha sus circunstancias para destapar las trampas de manipulación que desarrollaban editoriales y periódicos a través de su red de tráfico de influencias. Así describe como el periodismo deja de estar al servicio de la verdad -reconvertida en verosimilitud-, para pasar a una actividad puramente comercial y sensacionalista, que fuerza la pérdida de ilusiones entre este género y la literatura. Las figuras más representativas de las que da buena fe Lucien, corresponden a periodistas corruptos de estilo de vida opulento y bohemio, faltos de formación adecuada y banales en sus juicios, carentes de ética profesional y a merced de una "realidad" de la que creen ser dueños, repleta de mentiras bien contadas. Así lo demuestra la cambiante y engañosa crítica teatral que penetraba en la prensa, y ésta en la literatura como degeneración de la última en la figura del periodista que prostituye su talento. La prensa sirve como institución para rediseñar las marcas de poder e influencia del desgastado Antiguo Régimen donde el ascenso económico y social se ve favorecido por la codicia, la competencia o la conspiración política de la Restauración y es en este juego sucio donde Lucien, hermoso y seductor, de exquisito gusto se precipita por el terraplén de la codicia.
La anécdota del jesuíta Herrera por la que un personaje papirófago se quitaba la vida con esta extraña filia, servirá de metáfora de la abundancia del papel y de sus usos de comunicación: la imprenta, el periodismo, la literatura, la fabricación de pasta de papel o el orgullo tragado, aspectos todos ellos que inducían a Rubempré a desaparecer.