No había terminado de descender la pasarela del barco y ya sufría un intenso mareo de tierra. Cien pares de ojos -me parecieron miles- observaban curiosos una imagen que se me antojaba simétrica: en el centro, mi padre, orondo, con un ostentoso atavío reflejo evidente de haber hecho las Américas, coronado con su orgullosa sonrisa de dientes de oro; a su derecha, una cacatúa exótica de larga cola, con un plumaje casi azul de tan blanco, inmóvil dentro de su preciosa jaula dorada (que mi padre intentaba elevar sin atino por encima de la barandilla, buscando hacer las delicias de su público); y yo, agarrada fuertemente de su brazo izquierdo, con un inmaculado vestido hasta los pies, pávida, palideciendo aún más mi tez empolvada.
Me aterraba, me repugnaba, pensar que aquello sólo constituía el primer paso de lo que sería un largo proceso comercial. Con “fortuna” culminaría en una elegante petición de mano de algún acaudalado terrateniente isleño, heredero de un apellido bretón o flamenco impronunciable. Qué propósito tan noble para justificar el retorno.
Mi vista se nublaba, mis piernas se aflojaban, mi vientre se retorcía… pero mi pecho estaba inerte. Mi corazón definitivamente se había quedado al otro lado del océano, abandonado en el malecón. Había aprendido a latir con la clave de los trabajadores del puerto y ya no volvería a sentir jamás su tatata-tatá.