En otro tiempo los niños jugaban alegres y despreocupados por este gran pasillo. Parece que aun puedo verlos echando carreras como locos, entre gritos y chillidos se empujaban los unos contra los otros, luchando por ser el primero en llegar hasta la puerta del fondo, como si les fueran a dar un trofeo de oro y piedras preciosas por eso. ¡Estúpidos necios! me producen repulsión. Sin embargo, todo eso forma parte del recuerdo que impregna la atmósfera opresiva de este lugar, y ya sólo las arañas y los ratones corren ahora por el polvoriento suelo. El silencio que reina aquí es enloquecedor, hasta los truenos pierden todo su poder cuando intentan invadir su impenetrable dominio. Casi desearía volver a escuchar alguna de esas estridentes voces, aunque sólo fuera por un momento. Casi.
Otro relámpago llega desde la lejanía. No puedo soportar quedarme aquí por más tiempo, mirando a un exterior que no puedo volver a pisar, de modo que me dirijo hacia el final del pasillo y atravieso la puerta. Al otro lado me recibe de nuevo el silencio, inseparable compañero que no se cansa nunca de atormentarme. Ahora me encuentro en la torre situada justo en la parte sur del castillo y tengo diversas opciones para continuar mi recorrido, pero sé hacia donde debo dirigirme, siempre lo sé.
Me dispongo a bajar unas escaleras y entonces siento una presencia a mis espaldas. Me vuelvo y, de repente, una sombra se escabulle volando lejos de mí. Algún pájaro que había entrado por una ventana, no cabe duda. Sin cambiar la expresión de mi rostro me doy la vuelta de nuevo y comienzo a bajar las escaleras. La atemorizante presencia me sigue de cerca por supuesto. Desearía poder darle esquinazo pero nunca lo conseguiré.
El castillo es en verdad gigantesco y la escalera parece interminable conforme se desciende por ella. La humedad cubre la piedra de las paredes y los peldaños se encuentran bastante desgastados. La oscuridad es asfisiante pero estoy acostumbrado a ella y conozco el camino de memoria. No obstante, sé que debo encender las antorchas para dar luz y vida al castillo, a mis amos siempre les ha gustado así, de modo que me dedico a tal empeño durante mi descenso. No es una tarea difícil a pesar de que las antorchas están casi consumidas, y además ya hace tiempo que no necesito ni tocarlas. Me gusta ver las sombras que la luz proyecta sobre las paredes, se mueven rápidamente con rumbos muy aleatorios y me imagino que son los espíritus de antiguos soldados y caballeros que murieron en estas mismas escaleras hace largo tiempo, pues este lugar ha conocido muchas batallas y sangrientos asedios.
Tras un largo rato llego por fin al final de la escalera y, atravesando un par de habitaciones vacías, entro en la gran galería donde se encuentra la mayor colección de cuadros y retratos de familia. Ahora todo está viejo, roto y cubierto por las telarañas. No les gustará verlo así desde luego, por lo tanto me entretengo en dar lumbre a las grandes lámparas. Bañada ahora por la luz, la galería sí que puede mostrar todo su gran esplendor y olvidar su triste aspecto. Suntuosos tapices y magníficas armaduras la adornan de arriba a abajo. Los cuadros son verdaderas obras de arte, con marcos trabajados en plata recubierta de diamantes y esmeraldas. En ellos se puede contemplar a los dueños del castillo y gobernantes de una gran extensión de terreno que se extiende hasta el mar. Su riqueza es inmensa; se dice que todo el oro que poseen apenas bastaría para llenar el castillo entero. Lo heredaron de sus padres y estos a su vez de los suyos. Yo sudo cada día para ganarme una comida sencilla y mantener una casucha ridícula a la sombra del castillo. No es justo, los odio profundamente.
Oigo pasos y voces a lo lejos. Ya están llegando los invitados de mis señores, así que debo apresurarme para llegar a la cocina. Atravieso la galería y me muevo con rapidez a través una serie de tortuosos pasillos por los que evitaré encontrarme con nadie. Al pasar por un pequeño balcón aprovecho para dar un vistazo al gran vestíbulo. Ya están practicamente todos. Van vestidos con elegantes ropajes y las mujeres lucen espléndidas alhajas. Sus risas y chistes son como veneno para mis oídos, y los gritos de sus mocosos me sacan de mis casillas. Les doy la espalda y abandono el balcón.
Un pasadizo que nadie conoce salvo yo me conduce hasta una pequeña habitación oculta. He tardado muchísimo tiempo y me ha costado un gran esfuerzo, pero al final he logrado cavar un túnel que conecta esa habitación con la despensa de la cocina. Podré acceder a ella sin que los guardias que la custodian puedan verme ni oírme. Tras recoger una gran botella que hay sobre una mesa me adentro en el túnel como alma que lleva el diablo.
Ya queda poco y siento cada vez más miedo. Estoy muy cerca de mi objetivo pero el terror y la angustia me atenazan por dentro, y no pocas veces pienso en darme la vuelta y olvidar todo este macabro asunto. Pero la presencia invisible que me acompaña no deja de empujarme hacia delante cada vez que vacilo durante mi camino. De una forma u otra llegaré hasta el final. Es terrible saber que, hagas lo que hagas, ya estás condenado.
La botella casi se me cae al suelo cuando vierto su contenido sobre la comida y la bebida que hay en la despensa. Mis manos tiemblan y mis nervios son como un caldero hirviendo. Estoy sudando y no dejo de pensar en lo que estoy haciendo y en lo que va a pasar. Intento convencerme de que no lo merecen, que voy a condenar mi alma a las penas más terribles del infierno, pero no puedo parar aunque quiera, el ente oscuro no deja de amenazarme con torturas aun más terribles si no acabo mi trabajo.
Desde mi escondite, oculto en un sombrío rincón, observo como se llevan la comida. A mi lado, el ente no deja de emitir sonidos que son como risas pero que a mí me parecen el ruido de cristales que se rompen contra el suelo. Estoy temblando cada vez más, estoy realmente aterrado. Casi se me para el corazón cuando el ente me coge del brazo y me obliga a ir hasta la entrada del comedor. Todos están sentados en varias mesas enormes hechas de roble. Hablan, ríen y cantan mientras se atiborran con la suculenta comida y se emborrachan con el fuerte vino. Los niños corren de aquí para allá como siempre perseguidos por los pobres sirvientes que intentan llevarlos a sus asientos. Los odio a todos, y cada vez que siento ese profundo odio, noto como el ente se vuelve más poderoso. De pronto un niño cae al suelo, y tras el otro, y luego otro y otro. Se llevan las manos a la garganta y sus rostros empiezan a ponerse verdes y morados. El comedor se convierte en un caos infernal mientras los adultos se levantan de sus asientos presas del pánico y corren buscando a sus hijos. Pero también empiezan a notar como sus gargantas se cierran y una locura irracional se va apoderando de ellos. Comienzan a golpear todo lo que encuentran a su paso, luchando por buscar algo que les ayude a respirar.
No he tocado la comida, así que una profunda desesperación se apodera de mí cuando noto que, inexplicablemente, yo tampoco puedo respirar. Mis vista empieza a nublarse y sacudo la cabeza de un lado a otro buscando una aire que no llega. Para mi horror descubro que el ente ya no está a mi lado pero sigue conmigo, dentro, muy dentro de mí, en lo más profundo de mi mente grita y ríe de una forma que es imposible de describir. Sus alaridos y los de los desgraciados que se están muriendo delante mío inundan todo mi cuerpo y todo mi ser. En mi delirio veo como los hombres, las mujeres y los niños empiezan a sufrir una terrible transformación. Sus ojos y sus dientes estallan, su piel queda medio derretida y su pelo se vuelve gris y quebradizo. Entonces se alzan todos en el aire y me miran. Ya no distingo sus gritos de los terribles ecos que resuenan por mi interior. He caído en el pozo más tenebroso del infierno y me estoy ahogando en sus aguas de fuego. Siguen mirándome y siguen gritando, pero ahora parece más bien que ríen. Entonces se lanzan a por mí y huyó con un terror que nadie ha conocido ni conocerá nunca.
Los oigo a mis espaldas, están cada vez más cerca. Esas bocas desdentadas y esas manos descompuestas están a punto de apresarme. No tengo otra salida. Una ventana está muy cerca y, con mi último aliento, corro hacia ella. Por un momento paso por delante de un espejo y no veo ningún ser humano reflejado en él, sólo un monstruo asqueroso y putrefacto.
La caída es corta pero parece que dura una eternidad. Ya no recuerdo la primera vez que me arrojé por aquella ventana, se ha perdido para siempre en mi memoria, cuando aun fluía la sangre por mi cuerpo. No debería haber hecho lo que hice, no paro de arrepentirme cada vez que caigo hacia la oscuridad desde esa ventana. Podría haber vivido una vida feliz aunque hubiera sido un simple criado al servicio de otros más afortunados. Pero ya no tiene importancia. Mi cuerpo se estrella contra las rocas y todo acaba. La próxima noche despertaré otra vez en el corredor de la torre sur y volveré a vagar por la infernal tumba que mi odio construyó. El sol va a salir dentro de poco y muchas hombres y mujeres serán bendecidos con su cálida luz, pero yo no la podré sentir nunca jamás. No puedo evitar odiarlos.
Autor: Hammer Pain