Acaba de salir al mercado un libro, “El destino no está escrito en los genes”, de Jörg Blech, un biólogo y bioquímico alemán que ha publicado varios libros de divulgación sobre temas médicos, alguno de ellos traducido a doce idiomas. Uno de los capítulos de este libro se titula “La esperanza nos cura”, y, apoyándose en numerosos ejemplos, alude en él a la singular influencia que sobre las enfermedades tienen las expectativas del enfermo, que son las que movilizan el llamado efecto placebo (o su contrario, el nocebo, en el caso de las expectativas negativas), buena parte de la actividad del sistema inmunológico o la producción por el cerebro de dopamina, un neurotransmisor encargado de la producción del sentimiento de placer y de contrarrestar el de dolor. Un solo ejemplo: un grupo de médicos recetó a sus pacientes embarazadas un medicamente destinado, en teoría, a reducir los mareos típicos del primer trimestre de gestación. La mayoría de ellas aseguró que, después de tomarlo, sus estómagos se habían calmado y se sentían mejor. Lo que las mujeres ignoraban es que, en realidad, se les había suministrado un vomitivo: “El efecto placebo generado por sus expectativas había trastocado el comportamiento de la sustancia desencadenando el efecto contrario”. En conclusión: el mundo viene a ser, en una importante medida, el campo en el que vienen a objetivarse nuestras expectativas; si la esperanza es la semilla, la realidad es muchas veces su fruto.
Cualquiera que tenga en España un mínimo de comunicación con sus semejantes comprobará cada día que estamos siendo en este aciago momento un pueblo desnortado, desanimado, desconfiado y desesperanzado: no tenemos fe en lo que el futuro nos pueda traer de positivo, no esperamos que, al menos en un plazo que, para nuestro desaliento, será largo, las cosas vayan a ir a mejor. De entre nuestras funciones vitales básicas como colectividad… como nación (no eludamos los exactos conceptos que se refieren a las cosas; aquí no podemos aplicar un eufemismo equivalente al de “La Roja” que aplicamos a la selección nacional de fútbol), las que dependen de la fe y de la esperanza, están en gran medida desactivadas. Queda la posibilidad de evadirse de los problemas colectivos (un recurso en alza) pero, si no, resulta muy fácil caer en el sentimiento de impotencia, porque dependemos en este asunto de la capacidad y el buen hacer de una clase política que es, debería ser, la encargada de sacarnos de este atolladero… y que, por el contrario, ha demostrado ser, en gran medida, parte del problema, no de la solución.
Un estudio interno recientemente elaborado por asesores de la Presidencia del Gobierno desvela que España es el país con más políticos por habitante de Europa. Tenemos 445.568 políticos trabajando en todos los niveles de la administración, así como en todo tipo de empresas públicas o participadas por fondos públicos, fundaciones, entes, observatorios, consejos, defensores, agencias, direcciones, etc. Es casi el doble número de políticos que Italia, que es el segundo país en este ranking; el tercero es Francia, país que siempre se ha caracterizado por su fuerte estructura pública, y tenemos 300.000 más que Alemania, país que cuenta casi con el doble de habitantes que España. Si mantuviéramos la proporción de políticos que tiene Alemania, deberíamos tener aquí unos 58.000.
El estudio desvela que la mayor cantidad de políticos colocados en la administración lo hace a través de organismos dependientes de las comunidades autónomas y los ayuntamientos. Incluye asimismo como políticos a los liberados sindicales y patronales, porque realizan funciones de organización política del Estado, y sus organizaciones son sufragadas por fondos procedentes de la administración central, las comunidades autónomas y los ayuntamientos (en Alemania, por el contrario, los sindicatos viven de las cuotas de sus afiliados). Y por primera vez se les pone cifras: en el caso de las organizaciones sindicales, en España contamos con 65.130 liberados sindicales, y en el de las patronales, con 31.210 personas empleadas con responsabilidad en la dirección política de sus organizaciones.
El estudio refleja que el lugar donde más políticos hay colocados es en empresas públicas o con participación pública (en su mayoría son autonómicas y municipales), donde hay empleados la friolera de 131.250 políticos. Le siguen los ayuntamientos, que emplean directamente a 8.112 alcaldes y 65.896 concejales. A continuación les siguen los sindicatos y patronales. Entre los elementos especialmente curiosos están los cargos de designación directa en el sistema sanitario y el sistema educativo, donde hay empleados respectivamente 8.260 y 9.320 políticos, que realizan en su mayoría tareas de asesoramiento, planificación y control del resto de empleados públicos. También destacan los políticos empleados como cargos de confianza, que el informe detalla en 40.000, subrayando que la cifra se ha disparado por la práctica habitual de los grupos municipales y parlamentarios autonómicos de tener un determinado número de cargos de confianza respecto a su representación que realizan labores internas de los grupos, y que se solapan con las de los asesores personales que a su vez tienen los políticos electos.
Todos estos cargos remunerados los soportamos la población laboral proporcionalmente más escasa de Europa (el paro se distribuye de acuerdo a estos porcentajes: Reino Unido, 8,3 %; Alemania, 6,8 %; Francia, 10 %; Italia, 9,8 %... España, 24,1 %).
El problema no es sólo que cada uno de estos políticos cobre un sueldo que, en general, sería sensiblemente menor si su actividad se sometiese a las leyes de la oferta y la demanda; o que se apañe las mamandurrias correspondientes en forma de dietas, gastos anejos al cargo y, más a menudo de lo tolerable, corruptelas varias. Tampoco es el mayor problema que sobre la “carrera” de político no exista ningún control objetivo que pueda filtrar a los más válidos y desechar, por ejemplo, a los simples pelotas; por el contrario, son los propios partidos los que, reforzando la fidelidad a los administradores de la casta, seleccionan para los cargos a los políticos que consideran más afines o más sumisos. El problema principal es que un político integrado en el aparato administrativo está ahí… para gastar presupuesto; ¿para qué si no? Cada político debe justificar su puesto ingeniando alguna manera de emplearse, que no consistirá en una tarea productora de riqueza, sino de ejercicio de gasto público.
En resumen: puesto que la crisis actual deriva fundamentalmente de un gasto público que desborda el que la sociedad puede asumir, es, especialmente en España, una crisis política antes que económica. Y los políticos que debieran de sacarnos de ésta están demostrando ser, sin embargo, la principal rémora, porque son los más interesados en mantener el estado de cosas actual. Lo cual está en el origen de nuestra colectiva falta de fe, de esperanza… y del escaso sentimiento de caridad que nos suscita la casta política que representan el PP y el PSOE. Lo mismo que le ocurre al mercado, que está huyendo despavorido de nuestra desorbitada deuda pública. Aquéllas son las expectativas que, a nuestro pesar, hemos sembrado; ésta, junto a nuestra efectiva impotencia, la cosecha.