Mencionaba también películas que han influido en nuestra imagen de la realidad: la de un artista, una ciudad o un sistema docente. A otro nivel, las películas han modificado, y mucho, nuestra actitud hacia productos concretos y nuestras pautas tradicionales de consumo.
Habría que esperar diecisiete años para que Marlon Brando la recuperara en la película Un tranvía llamado deseo (1951). En ella, Brando aparece en buena parte del metraje con camiseta, pero ya no como prenda interior, sino como elemento básico de vestir, en sustitución de la camisa. A partir de entonces, y rebautizada como T-Shirt, se convertirá en el símbolo de la informalidad y el rechazo de lo establecido.
Después de estos ejemplos, ¿podemos seguir afirmando que el cine no influye en nuestros comportamientos? Porque lo decisivo no es que modifique nuestros modos de vestir: que haga que los hombres dejen de usar la camiseta o las mujeres se apunten a la compra compulsiva de “rebecas”. Lo decisivo es que modifique nuestros valores más profundos: que haga cambiar nuestra concepción de la familia, de las relaciones padres-hijos, del sentido de la vida o del concepto mismo de felicidad o de libertad.
Y esto es lo que últimamente han pretendido, en nuestro país, las teleseries de mayor audiencia.