Revista África

La injerencia del FMI y el BM en la República Democrática del Congo

Por Jorge Luis Rodríguez González
Nuevamente el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM) se salieron con la suya, al obtener la revisión de contrato entre la República Democrática del Congo y China, muy sustancioso para ambas partes. Con esta nueva ofensiva, ambas instituciones financieras demostraron una vez más ser las puntas de lanza usadas por las potencias para controlar la política económica y el saqueo de los recursos naturales de esa nación africana.
El convenio preveía una inversión de 6 000 millones de dólares para el desarrollo de infraestructuras (construcción de carreteras, vías de ferrocarril, hospitales, universidades) y 3 000 millones para el sector minero. Al mismo tiempo, el gobierno de Joseph Kabila había anunciado su disposición de revisar 60 contratos de explotación minera con empresas occidentales para evaluar su legitimidad, pues muchos de ellos fueron concedidos durante la corrupta dictadura de Mobutu Sese Seko, quien se encargó de disparar la deuda externa del entonces Zaire.

La máscara con la cual el FMI trata de esconder sus verdaderos intereses fue su falsa preocupación por el endeudamiento de la RDC. En varias ocasiones, China ha tenido que salir al paso a estas instituciones poniendo bien claro que el acuerdo se implementaría de forma tal que la RDC no aumentaría su endeudamiento con este negocio.
La empresa minera estatal de la RDC, Gecamines, fue encargada por el gobierno de Kinshasa para formar con compañías chinas una asociación conjunta que pedirá los 9 000 millones de dólares al Lexim Bank, que se invertirán simultáneamente en la explotación minera y en la construcción de infraestructuras y obras públicas.
El gobierno de Kinshasa no será el que reembolse esa suma, sino la asociación empresarial creada entre el grupo chino y Gecamines, con los dividendos que se derivarán de la explotación de los recursos naturales. Al final, las dos partes se encuentran en esta cooperación. Por un lado el banco y las empresas chinos tendrán su parte con la explotación de los recursos naturales y por otro la RDC, a través de Gecamines, se beneficiará de sus ventajas con los trabajos de infraestructuras.
Lo que realmente preocupa al FMI es el esfuerzo de Kinshasa por orientarse hacia nuevos horizontes, sobre bases de cooperación. Esto no es bien visto por las trasnacionales occidentales, que no se resignan a perder una porción de ese suelo tan rico, y que para mantener sus mezquinos intereses han acudido incluso a financiar y mantener a las facciones armadas que operan en la zona oriental de esa nación africana —la más rica en minerales—, intentando poner en jaque al gobierno de Kabila.
Por ello, el FMI pidió a la RDC la revisión de su contrato con Beijing, y si Kinshasa se oponía, podía irse olvidando de un nuevo acuerdo trienal (2009-2011) con la institución financiera, que le facilitaría el denominado Crédito para la reducción de la pobreza y para el crecimiento, así como del «alivio» de su deuda exterior, valorada en más de 12 000 millones de dólares.
Pero si quitamos la abundante cáscara que tiene la zanahoria con la que el FMI chantajeó a Kinshasa, saldrá a relucir el verdadero corazón de la estrategia neocolonial. Primero: la mayor parte de su deuda externa se la debe el Congo Democrático al dictador Mobutu —fiel aliado de Washington y Europa en la lucha contra la influencia soviética en el continente—, quien no se cansó de pedir préstamos que fueron a engrosar sus arcas personales, en lugar de ser destinados a proyectos de desarrollo nacional.
Al morir en 1997, Mobutu amasaba una fortuna personal de 8 000 millones de dólares, ubicada en bancos extranjeros. Esa escandalosa suma representa dos tercios del endeudamiento congolés. En ese momento, el FMI no puso peros, a pesar de que estaba consciente de que el dinero que llegaba a las manos de Mobutu se diluía en gastos improductivos. Sin embargo, ahora trata de ahogar el derecho legítimo que tiene un Estado de diversificar sus relaciones económicas y velar por su futuro.
En segundo lugar, a cambio de créditos y presuntos alivios de la deuda externa, el BM y el FMI tienen que comprobar la adopción de sus programas de ajuste estructural, totalmente neoliberales, y los avances en la lucha contra la pobreza, objetivo imposible de alcanzar si se implementan políticas que, lejos de estar en función del desarrollo económico y social de estos países, les han mutilado su crecimiento y han multiplicado la pobreza.
Además, para estas instituciones, «ajustarse» significa abrir las puertas de los sectores claves —la minería en el caso de la RDC— al saqueo de las compañías extranjeras, así como impulsar las privatizaciones masivas, las liberalizaciones financieras, una política económica basada en la exportación de materias primas —lo cual trunca la economía nacional y somete a los Estados a las circunstancias externas—, y adoptar un presupuesto tan austero que apenas queden fondos para satisfacer derechos humanos y universales como la salud, la educación, el empleo y la vivienda.
El progreso de la RDC —como cualquier país pobre muy endeudado— está saboteado por el pago de los humillantes intereses que crecen como la mala hierba. Es un hueco sin fondo por donde las grandes potencias se roban los recursos naturales de esa rica nación, que debieran estar en función de la vida de sus habitantes.
Si realmente Occidente está preocupado por el desarrollo de la RDC debería anular definitivamente y sin condicionamientos esa deuda ilegal y rechazada por los congoleses, y dejar que ese país, independiente y soberano, decida con quién sentarse a negociar.

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