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La inmensidad frente a la fugacidad determinarán el sentido o el sinsentido del mundo.

Por Artepoesia
La inmensidad frente a la fugacidad determinarán el sentido o el sinsentido del mundo. La inmensidad frente a la fugacidad determinarán el sentido o el sinsentido del mundo.
Cuando el pintor holandés Pieter Claesz aficionado a las vanitas decidiera en el año 1628 realizar una obra donde expusiese la fugacidad y futilidad de las cosas del mundo, incluiría en su iconografía la figura sublime de la escultura helenística El niño de la espina o Spinario. Esta talla griega fue originalmente creada en bronce en el siglo I a.C., pero se hicieron muchas copias de ella luego, en siglos posteriores, como la que expone la obra barroca, una realizada en mármol para decorar algún palacio romano de la vanidosa época renacentista. Es por eso que el pintor la incluye en su obra barroca para representar la inutilidad real de las cosas artificiosas producidas por el hombre. ¿Dónde radicará el sentido de querer ordenar el mundo personal con elementos fabricados o creados para ello, con el tamaño adecuado incluso para no desorbitar ni alterar la medida ni la realidad existencial o genuina del hombre?  Tal vez en el miedo a no ser nada o en la angustia ante la inmensidad incontrolable e inabarcable del universo. Algo menos de doscientos años después, el romántico creador alemán Caspar David Friedrich compuso su misterioso óleo Monje en la orilla del mar. Ahora el pintor alemán hace justo lo contrario del holandés: expone la desmedida y desorbitada realidad del universo ante un solo hombre sin nada. En uno se representa el sinsentido de una vida que objetiva el final inapelable de todo; en el otro se representa el misterio de lo grande que no incluye ahora para nada a lo pequeño. Esta es la diferencia: en la obra barroca la vanidad (belleza artificial) del hombre actúa entre las cosas, objetos y artificios que él observa. En la obra romántica la emoción de una visión parecida (belleza natural en este caso) no actúa en ningún caso con el universo merecedor de ese espectáculo. 
Y de ahí proviene la querencia a la vanidad de las cosas: no poder asumir personalmente (dominar, controlar, gobernar) la inmensidad poderosa de lo inaprensible. Para ello nos rodearemos de cosas que podamos manejar, disponer o fagocitar a nuestro antojo. En la época barroca, los vanitas (cuadros representando la fugacidad de la vida) fueron compuestos con profusión frente a otras épocas o tendencias artísticas. Probablemente, fue un tiempo en que los seres humanos comprendieron la fatalidad de querer aferrarse a una existencia pasajera rodeada de cosas o elementos materiales. Luego, cuando el Romanticismo separara decidido al hombre de su medio, éste buscaría afanoso el sentido en lo más alejado de sí mismo. En su obra romántica, Friedrich retrata ante una inmensidad gradiente, ahora desde lo más oscuro a lo más celeste, la figura aislada de un monje solitario. Éste representa ahora lo más individual, la definición más solitaria de un ser dedicado solo a contemplar. Y esa soledad está ahora frente a lo inasible, a lo que no puede manejar o clasificar o compartimentar. Sólo puede observar, desde lejos, la imposible definición de la nada más concreta. No hay nada ahí, solo el reflejo, transformado en suaves colores astrales, que sus ojos transformarán, a su vez, en un sentido real a su conciencia para poder ser aprehendido por su espíritu. En la obra de Pieter Claesz, a cambio, no hay nada de eso, son cosas fabricadas por el ser humano para ser admiradas, utilizadas o repensadas por él, son cosas existentes con las que el ser humano pueda actuar en el mundo. Todas fabricadas, salvo una. La que era muy precisa incorporar en cualquier óleo de vanitas: la calavera y el hueso impenitente. Con ellas el ser observador relativiza el sentido lúdico de lo que observa. Ahora es él mismo el que, además, está ahí representado entre la sombra... Esto recordaba siempre la fugacidad y la inutilidad de las cosas y de la vida. Pero, ¿y en el otro cuadro, qué lo representará?
En la obra del pintor alemán no hay nada que haga recordar al ser humano su fatalidad existencial más inapelable. Ahora el observador, que son dos, el monje y el que mira el cuadro, solo disponen de una visión inespecífica e ilimitada para resolver el sentido existencial de la vida. No hay nada ahí que materialice nada. No hay materia. Por tanto no hay nada. ¿Qué es eso, entonces? ¿Ondas electromagnéticas universales? ¿Vapores de agua condensados? No, exactamente; porque esta es la complejidad de una representación que no es más que una inmensidad limitada por unos colores interpretados ahora por el hombre. Sin embargo, eran colores también los que representaban antes las cosas materiales en la obra barroca. ¿Entonces? ¿En qué difieren las cosas representadas de ambas obras? En que una es dominada por el hombre que las compone además; las sitúa, las adjunta unas a otras, las separa o las junta, y las coloca así ahora para ser creadas en un lienzo. En el otro cuadro es solo observada por él, no compuesta. No hay más que una visión sobrevenida ante una escena determinada sólo por un momento y un lugar. Ambos, el tiempo y el espacio, cosas naturales, universales, y solo ahora retratadas por el hombre. No puede actuar con ellas ni entenderlas, ni usarlas, ni siquiera pensar que por ellas puede dejar de existir o de que su existencia tenga un sentido diferente o trascendente incluso. No. Ahora no, ahora no puede hacer más que observarlo. Lo que sí puede hacer en sí mismo es transformar una observación en un sentimiento. Y, ahora, sentir una emoción especial al comparar su limitada existencia fugaz con la desmesurada, inasumible e infinita, realidad de un universo impresionante.
(Óleo Monje en la orilla del mar, 1810, del pintor romántico Caspar David Friedrich, Antigua Galería Nacional, Berlín.; Cuadro barroco Naturaleza muerta vanitas con el Spinario, 1628, Pieter Claesz, Rijksmuseum, Holanda.)

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