«Cerca de la cima de esta colina, a unos tres kilómetros de Linden Car, se alzaba Wildfell Hall, una retirada mansión de la época isabelina, construida con piedra gris oscura, de apariencia pintoresca y venerable, pero, sin duda, bastante fría y lúgubre para ser habitada, con gruesos parteluces de piedra y pequeñas celosías enrejadas, respiraderos desfigurados por el tiempo, y una situación demasiado solitaria, demasiado desabrigada… sólo protegida de los ataques del viento y el tiempo por un grupo de abetos escoceses, igualmente marchitados por las tormentas y con un aspecto tan lúgubre y austero como la misma casa».
Entre los vecinos de la señora Graham se encuentra el señor Markham, un joven hacendado del lugar. La opinión que la viuda le merece tras las primeras veces que coincide con ella tampoco es demasiado halagüeña. La considera una mujer inflexible y de un trato en ocasiones cortante y desabrido. Sin embargo, hay algo en ella que lo estimula, que le hace, aunque se haga el distraído, estar pendiente de ella cuando se encuentran en una misma estancia y pensar en ella cuando no la ve. La opinión mutua de ambos jóvenes irá cambiando en sus posteriores encuentros, algunos de estos casuales pero otros ya buscados por parte del señor Markham. Ambos comparten sensibilidades parecidas y las conversaciones que mantienen distan de ser esa cháchara sin sentido que tanto exaspera a la viuda Graham. Cuando los chismorreos del lugar se ceban con la nueva amistad del joven hacendado y la rumorología amenaza con atentar contra su reputación, este se convertirá en su mayor valedor. Sin embargo, una escena de la que es testigo improvisado hará que se tambalee su fe en la inquilina de Wildfell Hall.
«¿No conocía a la señora Graham? ¿No la había visto y conversado con ella, una y otra vez? ¿No estaba seguro de que era, en inteligencia, pureza y grandeza de espíritu, inconmensurablemente superior a cualquiera de sus detractores; de que era, por cierto, la persona más noble, más adorable de su sexo que nunca hubiera conocido, o incluso imaginado que existiera? Sí, y hubiera [...] que aunque todo el condado dijera, o todo el mundo gritara aquellas horribles mentiras en mis oídos, no las creería, porque la conocía mejor que ellos».
La inquilina de Wildfell Hall es la segunda y última novela escrita por Anne Brontë. Como es costumbre en algunas de las novelas de la época, narra una historia de amor salpimentada con los encuentros sociales entre los diferentes personajes. También adolece de una reiterada incisión en la moralidad imperante en aquellos años y que tan a menudo iba ligada a la fe religiosa, de hecho, el componente religioso tiene su importancia en esta obra. La prosa de Anne Brontë está a la altura de la de sus dos famosas hermanas, pero lo que sin duda más destaco de esta novela son los temas que toca, insólitos por tratarse de una obra escrita a mediados del siglo XIX y que, aunque lógicamente tratados bajo el prisma actual (que, en ocasiones, todo hay que decirlo, sigue siendo tan contradictorio como dos siglos atrás), ocupan muchas páginas de la literatura contemporánea. Precisamente por ello la autora fue acusada, como ella misma cuenta en el prefacio a la segunda edición de esta novela, de describir determinadas escenas «con una predilección morbosa por lo grosero, cuando no por lo brutal». Ni que decir tiene que lo que en aquella época se consideraba morboso, grosero y brutal hoy no nos hace sonrojarnos, pero no por ello los lectores actuales hemos de restarle valentía y audacia a la más joven de las Brontë, aunque lo que a ella probablemente la moviera a dar protagonismo a dichos temas fuera un afán didáctico y de denuncia nacidos de su propia experiencia familiar.
¿Qué temas son esos?, os estaréis preguntando aquellos que no hayáis leído esta novela. Pues temas como el alcoholismo, la indefensión de las mujeres ante el abuso y la violencia en el matrimonio, la violencia vicaria, la educación de los hijos, la diferente educación que se da a hijos e hijas o el cuestionamiento del matrimonio como el estado ideal para una mujer. Y para muestra de algunas de estas cosas, os dejo a continuación los siguientes fragmentos de esta novela:
«¿En qué consiste la virtud, señora Graham? ¿Es la cualidad de ser capaz y estar dispuesto a resistir la tentación, o la de no tener tentaciones que resistir? ¿Es hombre fuerte aquel que supera grandes dificultades y es capaz de logros sorprendentes, aun con grandes esfuerzos musculares y con el riesgo de la subsiguiente fatiga, o aquel que está sentado todo el día sin más ocupación trabajosa que avivar el fuego y llevarse la comida a la boca?»
Helen Graham y Gilbert Markham en una escena de La
«—De acuerdo, pero ¿usaría usted los mismos argumentos si se tratara de una muchacha?—Por supuesto que no.—No. Usted cree que debería ser tierna y delicadamente alimentada, como una planta de invernadero, enseñada a recurrir a los demás en busca de orientación y ayuda, y alejada todo lo posible del conocimiento del mal. ¿Sería usted tan amable de decirme por qué hace esta distinción? ¿Cree usted que una muchacha carece de virtud?»
inquilina de Wildfell Hall ilustrada en 1901 por Walter L. Colls
Imagen en dominio público
Fuente: https://archive.org/details/tenantofwildfell01bron_0
«— [...] Y si yo digo: «Pero, mamá, a mí no me gusta», entonces me dice que no debería pensar en mí. «Verás, Rose, en todas las labores domésticas hay que tener en cuenta sólo dos cosas: primero, lo que es conveniente hacer y, en segundo lugar, lo que sea más agradable para los hombres de la casa… para las mujeres basta cualquier cosa».—Y es además muy buena doctrina —dijo mi madre—. Estoy segura de que Gilbert piensa así.—En cualquier caso es una doctrina muy cómoda para nosotros —dije—; pero si quisieras realmente complacerme, madre, deberías tener en cuenta un poco más tu propia conveniencia; en cuanto a Rose, estoy seguro de que sabrá cuidarse y cuando haga un sacrificio o lleve a cabo un notable acto de abnegación, ya pondrá buen cuidado en hacerme saber su importancia. Pero en cuanto a ti, podría hundirme en la más grosera condición del sibaritismo y en el olvido de los deseos de los demás, por el mero hábito de estar constantemente atendido y tener todos mis deseos inmediata o anticipadamente satisfechos, en completa ignorancia de lo que se hace por mí, si Rose no me lo recordara de vez en cuando; y acogería toda tu bondad sin darle importancia, sin llegar a saber cuánto te debo».
«En la Navidad del año pasado yo era una novia con el corazón rebosante de felicidad y llena de ardientes esperanzas respecto al futuro, aunque no exentas de temores. Ahora soy una esposa: mi felicidad no se ha desmoronado, pero es moderada; mis esperanzas han disminuido, pero no desaparecido; mis temores han aumentado, pero no se han confirmado todavía del todo».
«Estoy particularmente silenciosa y triste; por tanto, naturalmente, el niño está chiflado por su aparentemente alegre, entretenido y siempre indulgente papá, y cambia en cualquier momento de buena gana mi compañía por la suya. Esto me inquieta mucho: no tanto por el afecto de mi hijo (aunque lo valoro extraordinariamente y siento que es mi derecho, y sé que he hecho mucho por ganarlo) como por esa influencia sobre él que por su propio bien lucharía por lograr y retener, y la cual su padre se complace por puro rencor en robarme; por simple egoísmo desidioso, él goza conquistándola, sirviéndose de ella nada más que para atormentarme y echar a perder al niño».
«Cuando te aconsejo que no te cases sin amor, no te aconsejo que te cases sólo por amor. Hay otras muchas cosas que deben considerarse. Mantén el corazón y la mano bajo tu dominio hasta que veas una buena razón para entregarlos; y si nunca llegara a presentarse una ocasión semejante, consuela tu espíritu con esta reflexión: aunque la vida de soltera no depara muchas alegrías, al menos las tristezas no son más de las que pueden soportarse. El matrimonio puede hace que tu situación mejore, pero en mi opinión es mucho más probable el resultado contrario».
Grassdale Manor, uno de los escenarios principales en los que se desarrolla la trama de La inquilina de Wildfell Hall. Grabado realizado
por Edmund Morison Wimperis en 1873. Trabajo en dominio público. Fuente: https://archive.org/details/tenantwildfellh08brongoog
La historia contada en La inquilina de Wildfell Hall está narrada en parte por el señor Markham, quien a su vez la narra a un buen amigo —para más señas, cuñado— a través de varias misivas escritas años después de los acontecimientos, y en parte por la señora Graham a través de su diario personal. Porque sí, la joven viuda calla un secreto y por eso guarda con celo todo lo referente a su vida anterior a su llegada a la aislada y deprimente mansión. Es a través de ese diario que primero su reciente amigo Markham y después tanto el destinatario de las cartas de este como los lectores podremos desvelar el secreto.
La novela, que está dividida en tres partes que atienden a los tres volúmenes en que se publicaron la primera y segunda edición de la misma, consta para mí de tres partes diferentes a las verdaderas: el inicio contado por el señor Markham, el diario de la señora Graham y el final en el que nuevamente toma las riendas de la narración el señor Markham. He de decir que de estas tres partes en las que yo divido la novela la que más me ha gustado es la primera —lo cual no ha sido óbice para que no la haya seguido disfrutando hasta el final—, así como que, probablemente, de no haber tocado temas tan novedosos para la época la historia me habría gustado menos. En todo caso, me ha resultado positiva la experiencia de leer por fin a la única de las tres hermanas Brontë a la que aún no me había acercado. Me ha gustado más que Emily y me ha parecido más regular que Charlotte, claro que escribo esto con la plena conciencia de que la comparación no es justa y de que las tres escritoras merecen ser valoradas de manera independiente.
No, las comparaciones no son justas y por ello es injusto comparar la literatura escrita por hombres con la escrita por mujeres. Esto no tiene ya nada que ver con esta novela, pero así lo pensaba Anne Brontë y así lo pienso yo, y al respecto se manifiesta la autora en el ya mencionado prefacio a la segunda edición de esta novela a tenor de las dudas suscitadas sobre el sexo (Anne Brontë, al igual que sus hermanas, escribía bajo seudónimo masculino) de su autor. Con las frases que siguen finaliza ese prefacio y con ellas cierro yo esta reseña. Un broche que me parece más que adecuado para un comentario sobre una obra que está considerada como una de las primeras novelas feministas.
«Una palabra más y concluyo. Respecto a la identidad de quien ha escrito el libro, [...]. En cuanto a si su nombre es real o ficticio, poco puede importarles a quienes sólo conocen de tal persona sus obras. Como bien poco, creo yo, puede importar que semejante nombre esconda la personalidad de un hombre o una mujer, tal como uno o dos de mis críticos afirman haber descubierto. Tomo la imputación por su lado bueno, como un cumplido a la descripción justa de mis personajes femeninos; y aunque no tengo más remedio que atribuir buena parte de la severidad de mis censores a esta sospecha, no me molestaré en refutarla, porque, en mi opinión, si un libro es bueno, lo es independientemente del sexo de quien lo ha escrito. Todas las novelas se escriben, o deben ser escritas, para que las lean hombres y mujeres, y no puedo concebir que un hombre se permita escribir algo que sea realmente vergonzoso para una mujer, o que una mujer sea censurada por escribir algo que sea conveniente y adecuado para un hombre».
Vista de Wildfell Hall, grabado realizado por Edmund Morison Wimperis en 1873
Trabajo en dominio público. Fuente: https://archive.org/details/tenantwildfellh08brongoog
Ficha del libro:Título: La inquilina de Wildfell HallAutora: Anne BrontëTraductor: Waldo LeirósEditorial: AlbaAño de publicación: 1997 (1848)Nº de páginas: 576ISBN: 978-84-88730-1-14
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