Con esta obra, Cristina Morano obtuvo el XI premio José Hierro de poesía, en cuyo jurado se encontraban autores de la talla de Luisa Castro o Félix Grande. Se trata de un libro apolíneo en la forma pero inequívocamente dionisíaco y estremecido en su fondo, en el que la escritora nos habla de un mundo cruel, donde impera “la ética del escorpión” (p.12) y en el que hay que curtirse contra las asechanzas, desarrollando para ello una piel rugosa y protectora (“Céline es un cachorro a nuestro lado”, p.14).Hay aquí poemas como “Dido en las murallas” o “La herencia” que, con leves variantes, ya podían leerse en su poemario anterior. Pero el tono general se ha vuelto más amargo, y los temas progresan en una línea de decepción y acidez que contagia el ánimo del lector. Una pareja de yonquis camina sin prestar atención a su hijo de tres años, que les sigue dando traspiés en el poema “Barcelona Sants”; una mujer tiene que sufrir la vejación de repetir, ante un juez impasible, los infames pormenores de las palizas que ha sufrido; el descubrimiento vergonzante de que “este país ha sido disecado / como un mono / para servir de distracción / a los turistas” (p.17); la ojerosa certidumbre de que “nadie es bueno ni bello a las seis de la mañana” (p.25); o la crónica llena de desesperanza que aparece en “La ciudad en la que voy a morir”, son sólo algunas de las muestras que nos permiten constatar que estamos ante un valiente ejercicio de cirugía (personal y social), cuya mayor virtud consiste en haber dibujado el desgarro íntimo de la autora (que se intuye en cada línea, que se camufla tras cada sustantivo y cada adjetivo) para que los lectores accedan a su territorio de rabia y lo puedan compartir.El mundo puede ser miel, alegría de cisnes o incluso nubes besando el cielo, pero a estos espectáculos no fue invitada la autora, que dice pertenecer con dolor (o tal vez con resignada fiereza) a una “estirpe de chacales” (p.43).
Con esta obra, Cristina Morano obtuvo el XI premio José Hierro de poesía, en cuyo jurado se encontraban autores de la talla de Luisa Castro o Félix Grande. Se trata de un libro apolíneo en la forma pero inequívocamente dionisíaco y estremecido en su fondo, en el que la escritora nos habla de un mundo cruel, donde impera “la ética del escorpión” (p.12) y en el que hay que curtirse contra las asechanzas, desarrollando para ello una piel rugosa y protectora (“Céline es un cachorro a nuestro lado”, p.14).Hay aquí poemas como “Dido en las murallas” o “La herencia” que, con leves variantes, ya podían leerse en su poemario anterior. Pero el tono general se ha vuelto más amargo, y los temas progresan en una línea de decepción y acidez que contagia el ánimo del lector. Una pareja de yonquis camina sin prestar atención a su hijo de tres años, que les sigue dando traspiés en el poema “Barcelona Sants”; una mujer tiene que sufrir la vejación de repetir, ante un juez impasible, los infames pormenores de las palizas que ha sufrido; el descubrimiento vergonzante de que “este país ha sido disecado / como un mono / para servir de distracción / a los turistas” (p.17); la ojerosa certidumbre de que “nadie es bueno ni bello a las seis de la mañana” (p.25); o la crónica llena de desesperanza que aparece en “La ciudad en la que voy a morir”, son sólo algunas de las muestras que nos permiten constatar que estamos ante un valiente ejercicio de cirugía (personal y social), cuya mayor virtud consiste en haber dibujado el desgarro íntimo de la autora (que se intuye en cada línea, que se camufla tras cada sustantivo y cada adjetivo) para que los lectores accedan a su territorio de rabia y lo puedan compartir.El mundo puede ser miel, alegría de cisnes o incluso nubes besando el cielo, pero a estos espectáculos no fue invitada la autora, que dice pertenecer con dolor (o tal vez con resignada fiereza) a una “estirpe de chacales” (p.43).