A día de hoy, lo que debería ser una asamblea de representación territorial con un protagonismo relevante dentro del Poder Legislativo se ha convertido en un cómodo retiro para cargos públicos venidos a menos, en un refugio de imputados en busca de aforamiento, en un hemiciclo que languidece a la sombra del Congreso de los Diputados. Recientemente se publicó la noticia de que el Partido Popular prepara el desembarco allí de buena parte de sus ex presidentes autonómicos, como Pedro Sanz (La Rioja), Luisa Fernanda Rudi (Aragón), Alberto Fabra (Comunidad Valenciana) y José Ramón Bauzá (Islas Baleares), y de otrora alcaldes como Rita Barberá. Todos ellos comparten la circunstancia de haber tenido que ceder sus puestos de mando tras las últimas elecciones autonómicas y locales.
De todos modos, no se trata de una forma de actuar exclusiva de los conservadores. También el Partido Socialista hizo lo propio en la anterior cita a las urnas de 2011 con Marcelino Iglesias (Aragón), Francesc Antich (Islas Baleares), José Montilla (Cataluña) o, posteriormente, José Antonio Griñán (Andalucía). Pero quizás el ejemplo más llamativo sea el de Miguel Zerolo, alcalde que fue de Santa Cruz de Tenerife por Coalición Canaria, imputado varias veces e incluso con alguna sentencia condenatoria ya en su haber. Meses atrás, los medios de comunicación se hicieron eco del contenido de una conversación obtenida por orden judicial en la que el mandatario nacionalista explicaba perfectamente su caso particular a otro interlocutor. En concreto, le recomendaba cómo encauzar su carrera, afirmando que “después podrás ser senador de la Comunidad Autónoma, que es una cosa súper cómoda y tranquila, que te permite hacer lo que te salga de la…”. Los puntos suspensivos son suficientemente ilustrativos como para obviar la continuación de la frase.
Por decirlo de otra manera, los partidos políticos han convertido el Senado en un cementerio de elefantes, un premio de consolación para quienes no han revalidado el cargo que ostentaban, un lugar donde arrinconar viejas glorias en horas bajas, el suculento paso intermedio que precede a un retiro glorioso, la prolongación inexplicable de una trayectoria que debería estar finiquitada más que de sobra. Porque a diferencia del Congreso -en el que todos sus miembros son elegidos por el pueblo-, algunos de los senadores ni siquiera adquieren tal condición a través de una elección ciudadana, sino que son designados por los Parlamentos Autonómicos, abriéndose así las puertas a la devolución de favores y a la recolocación de compañeros descontentos.
Si a ello se añade su escasez de funciones, supeditadas siempre a los designios de la Cámara Baja, ha de concluirse que la Alta resulta prescindible por devaluada e ineficaz. La posición que asume en el proceso legislativo es totalmente secundaria, posee unas facultades de control muy limitadas (que, en ningún caso, afectan a la responsabilidad política del Ejecutivo) y, lo que es aún más llamativo, carece del protagonismo ante las propias CC.AA. que se le presupone. De hecho, a excepción de los casos de intervención extraordinaria previstos en la teoría pero no en la práctica (como las Leyes de Armonización o la mal llamada “suspensión de la Autonomía” del artículo 155.1 de la vigente Constitución), se limita a realizar funciones de mera corrección técnica -en ocasiones, simplemente ortográfica- de los textos remitidos por el Congreso. Así pues, esa insoportable levedad del Senado, en la que flota sobre nuestro modelo constitucional, debe terminar. Sin embargo, mucho me temo que, como sucede con tantos otros objetivos, el tránsito de la palabra a la obra se diluirá entre interminables mesas de trabajo, rigurosas comisiones de expertos y vergonzosas estrategias de partido. Tal vez tengamos más suerte en la siguiente década. O en el próximo siglo.