Ruth Benedict
En la Segunda Guerra Mundial se movilizaron cientos de miles de reclutas y muchas toneladas de acero y explosivos. Pero también se movilizó, con sorprendente eficacia a veces, mucha inteligencia.
En junio de 1944 la guerra del Pacífico estaba en su apogeo. Dos años y medio de lucha contra los japoneses habían demostrado a los norteamericanos que la victoria no iba a ser nada fácil. No era sólo que los problemas logísticos tuvieran una envergadura inédita (¿hace falta recordar el tamaño del Pacífico?). las autoridades estadounidenses -descorcentadas ante las dificultades para predecir el comportamiento del enemigo en el Pacífico y necesitadas de un repertorio de soluciones para acelerar la victoria primero e institucionalizar la ocupación después- encargaron a Ruth Benedict un estudio de antropología cultural sobre las normas y valores de la sociedad japonesa. Resultado del trabajo llevado a cabo, El crisantemo y la espada -titulo que hace referencia a las paradojas del carácter y estilo de vida japoneses- se convirtió practicamente desde su aparición hasta el día de hoy en un clásico imprescindible para aproximarse al conocimiento de los complejos patrones de la cultura japonesa, que explican no solo el militarismo de tiempos pasados, sino también la fabulosa expansión pacífica llevaba a cabo por el pueblo japonés desde el final de la segunda guerra mundial.
Un enemigo, además, profundamente extraño.
En palabras de Benedict:
'Al igual que la Rusia zarista antes que nosotros, en 1905, luchábamos contra una nación perfectamente armada y adiestrada que no pertenecía a la tradición cultural de Occidente. Era obvio que para los japoneses no existían las convenciones bélicas que las naciones occidentales habían llegado a aceptar como hechos humanos naturales (…) En realidad, el problema principal estaba en la propia naturaleza del enemigo. Debíamos, ante todo, entender su comportamiento para enfrentarnos con él.'
Un ejemplo de esta extrañeza era el comportamiento de los japoneses ante la derrota:
'Durante la campaña en el norte de Birmania, la proporción de prisioneros [japoneses] con respecto a los muertos fue de 142 a 17166; es decir, de 1 a 120. Y de los 142 soldados que se encontraban en los campos de prisioneros, todos, excepto una pequeña minoría, se hallaban heridos o inconscientes cuando fueron apresados (…) En los ejércitos de las naciones occidentales, es un hecho reconocido que las unidades no pueden resistir a la muerte de la cuarta o la tercera parte de sus efectivos sin rendirse. La proporción entre los que se entregan y los muertos es de cuatro a uno.'
Cuatro a uno en occidente, uno a ciento veinte en Japón. Está claro que eran diferentes.
Otro ejemplo: los oficiales japoneses no tenían reparos en sacrificar a sus hombres si con ello conseguían el éxito de una misión. Esto parece inhumanos, pero es que los propios soldados preferían morir a la ignominia de rendirse. El trato que daban los japoneses a sus prisioneros de guerra era atroz, pero sus propios heridos no corrían mucha mejor suerte: no se preocupaban de evacuarlos, y cuando se retiraba el batallón de una posición, el oficial al mando a menudo los mataba de un disparo.
Ante este panorama, el alto mando norteamericano hizo algo muy notable. En lugar de demonizar a los nipones como bestias inhumanas, como ciegos fanáticos, hubo quien pensó que había que intentar entenderlos. Y contrató a Ruth Benedict, que era, junto con Margaret Mead, la antropóloga más brillante del momento, para esa tarea.
No fue fácil: estaban en guerra, y era imposible utilizar la principal herramienta del antropólogo, el trabajo de campo. Benedict lo suplió entrevistando hasta la extenuación a docenas de inmigrantes criados en el Japón. Y empapándose de toda la literatura japonesa que pudo:
“'Al revés de lo que sucede con muchos pueblos orientales, los japoneses tienen una gran tendencia a escribir sobre sí mismos. Escribieron sobre las trivialidades de su vida, lo mismo que sobre sus programas de expansión mundial. Y eran notablemente francos. Claro está que no daban una imagen completa. Nadie lo hace. Un japonés que escriba sobre el Japón pasa por alto cuestiones verdaderamente cruciales, pero que son para él tan diáfanas e invisibles como el aire que respira, y lo mismo hacen los norteamericanos cuando escriben sobre los Estados Unidos (…)
Leía esta literatura como Darwin dice que leía cuando estaba trabajando en sus teorías sobre el origen de las especies, anotando todo aquello que no lograba comprender. ¿Qué necesitaría saber para entender la yuxtaposición de ideas en un discurso pronunciado en la Dieta? ¿A qué respondía la repulsa de un acto que parecía trivial y la fácil aceptación de otro que parecía ultrajante? Yo leía haciéndome siempre la misma pregunta: Hay algo absurdo en esta imagen. ¿Qué necesitaría saber para entenderla?'
'Esto me parece absurdo, luego no lo entiendo bien': maravillosa actitud, y sumamente infrecuente.
El resultado de este trabajo se publicó en forma de libro en 1946, con el título de El crisantemo y la espada, y fue un éxito inmediato. Aunque la mentalidad japonesa seguramente ha cambiado mucho en sesenta años, sigue siendo una lectura extraordinaria.
Empezaba diciendo que la Segunda Guerra Mundial sirvió para movilizar mucha inteligencia. El 11 de septiembre de 2001 vivimos una agresión en suelo norteamericano sólo comparable a la de Pearl Harbor. Se dice que desde entonces estamos en guerra contra un enemigo formidable y profundamente extraño. Pero no parece que el Pentágono haya contratado a ninguna Ruth Benedict que le ayude a entender al enemigo. Quizá es sólo un ejemplo más del general declive de la inteligencia.
Benedict quería averiguar por qué los japoneses estaban perdiendo la guerra y seguian dispuestos a morir antes que dejarse capturar. Le desconcertaban las paradojas que observaba: un pueblo que podía ser cortés e insolente a la vez, rígido y al mismo tiempo permeable a las innovaciones, sumiso y sin embargo difícil de controlar desde arriba, leal y a la vez capaz de traicionar, disciplinado y, en ocasiones insubordinado, dispuesto a morir por la espada y a la vez tan afectado por la belleza del crisantemo.
En este libro se le dedican muchas páginas a los concepto de ON y otros derivados como Chu, que supone fidelidad al Emperador, de Gi como actitud correcta o rectitud y Gimu: como las diferentes categorías de compromiso y obligación que tienen los japoneses. Son especialmente interesantes los conceptos de: Ko o piedad filial, Katajikenai o la extraña definición de cuando alguien se siente insultado, Jiriki o la autoayuda que solo depende de las propias potencialidades que se han entrenado para que estas sean eficaces.
El japonés también tiene un extremado sentido de lo que es capaz de hacer y debe hacer sumado a un extraordinario sentido del deber y a eso se le podría llamar (jiriki) o la autoayuda que solo depende de las propias potencialidades que se han entrenado para que estas sean el máximo de eficaces. Dice Benedict: en la batalla el espíritu (y la voluntad) superaba incluso el hecho físico de la muerte. Una emisión radiofónica explicaba el heroísmo de un piloto y el milagro de su conquista de la muerte: Resumiendo el mensaje es que un capitán que pilotaba un avión fue de los primeros en llegar a la base , allí contó uno a uno todos los aviones de su escuadrilla que iban llegando, cuando acabó con el recuento que era su obligación como capitán cayó desplomado y muerto. Los aviadores se acercaron y descubrieron que su cuerpo estaba frío y que tenía una herida, es decir que hacía unas horas que había muerto en el combate y sin embargo su espíritu, voluntad y fortaleza le permitieron 'vivir' hasta cumplir su misión.
Kamikazes