La inutilidad de la cultura

Publicado el 15 enero 2014 por Rafael García Del Valle @erraticario

El artículo anterior terminaba con la alusión a una insuficiencia antropológica como fuente del malestar humano. Hay un error de base, dice Sloterdijk en En el mismo barco, que no permite acceder a la esencia del hombre y, por tanto, a la raíz del problema:

La ideología oficial de la cultura superior, en todas sus variedades, quiere hacernos creer que la auténtica historia, aquella de la que merece la pena ocuparse, no tiene más de cuatro o cinco mil años y que el género esencial en el que estamos obligados a contarnos salió de entre la niebla precisamente entonces, en Egipto, Mesopotamia, China y la India. […] Todos ellos hacen surgir al “hombre” ya a partir de la ciudad, del Estado o de la nación y, como es propio, no se olvidan de fijar la apariencia civilizada en los cráneos de los pupilos de la cultura. Nunca se podrá insistir en lo falso que ha sido desde siempre este adoctrinamiento, y en lo funestamente que sigue actuando hoy. La obsesión por las culturas superiores es el proton pseudos, la mentira esencial y el error capital no sólo de la historia y de las humanities, sino también de la ciencia política y de la psicología. Destruye, al menos como consecuencia última, la unidad de la evolución humana y hace que la conciencia contemporánea salga despedida de la cadena de las innumerables generaciones humanas que han elaborado nuestros “potenciales” genéticos y culturales.

Así, el ser humano se reduce a un “ser vivo político”: “algo ya dado, a fin de disponer de él para trabajos, cargos y funciones”. Es el precio a pagar por ser criado dentro de la horda, la cual sirve de incubadora para seres nacidos prematuramente a una naturaleza hostil que les obliga a protegerse en grupo. Es en ella donde el hombre adquiere su condición de miembro típico del género humano. 

Pero en su decadencia se muestra que la ayuda que las superestructuras pueden prestar a los esfuerzos del individuo particular por proseguir la vida es tanta como ninguna. Entonces es cuando se hace mucho más reconocible que en cuanto el opus commune se desintegra en el nivel superior, los hombres sólo pueden regenerarse en pequeñas unidades.

Refiriéndose a la parálisis social provocada por la epidemia de la Peste Negra en Florencia según la expone Bocaccio, dice Sloterdijk:

En la ciudad, que ha perdido su tarea común puesto que ya no protege la buena vida de sus ciudadanos, todo está, de pronto, permitido, todo es pasajero [...]. [Los personajes del Decameron] encarnan la lección decisiva de todas las ciencias antropológicas modernas: si los grandes órdenes se parten en dos, el arte de la pertenencia mutua sólo puede comenzarse de nuevo desde los órdenes pequeños. La regeneración de los hombres por obra de los hombres presupone un espacio en el que, por la convivencia, se inaugure un mundo.

Es en el concepto de horda que comienza “una historia natural de lo que no es natural, cuyas prolongaciones modernas recaen sobre nosotros en forma de crisis de alienación ecológica y social”. Sloterdijk define este proceso como una “evolución del lujo” que hará del hombre el “marginado biológico que –hoy más que nunca—parece que es”.

Pero esta deriva hacia el lujo no sólo entraña una marginación biológica, sino que también supone el fin de toda civilización.

Ordine recorre brevemente esta idea en La inutilidad de lo útil, donde repasa diferentes filosofías que se refieren a la incompatibilidad entre el gobierno de la virtud y el desgobierno del dinero convertido en objetivo civilizatorio. La lógica del beneficio desarticula el propósito original de las instituciones y acaba con las civilizaciones.

De ahí su defensa de “lo inútil”:

Existen saberes que son fines por sí mismos y que –precisamente por su naturaleza gratuita y desinteresada, alejada de todo vínculo práctico y comercial—pueden ejercer un papel fundamental en el cultivo del espíritu y en el desarrollo civil y cultural de la humanidad.

Ordine defiende el pensamiento según el cual “sólo el saber puede desafiar una vez más las leyes del mercado”.

El saber constituye por sí mismo un obstáculo contra el delirio de omnipotencia del dinero y el utilitarismo. Todo puede comprarse, es cierto. Desde los parlamentarios hasta los juicios, desde el poder hasta el éxito: todo tiene un precio. Pero no el conocimiento: el precio que de be pagarse es de una naturaleza muy distinta. Ni siquiera un cheque en blanco nos permitirá adquirir mecánicamente lo que sólo puede ser fruto de un esfuerzo individual y una inagotable pasión. Nadie, en definitiva, podrá realizar en nuestro lugar el fatigoso recorrido que nos permitirá aprender. Sin grandes motivaciones interiores, el más prestigioso título adquirido con dinero no nos aportará ningún conocimiento verdadero ni proporcionará ninguna auténtica metamorfosis del espíritu.

Es por ello que:

Es doloroso ver a los seres humanos, ignorantes de la cada vez mayor desertificación que ahoga el espíritu, entregados exclusivamente a acumular dinero y poder. Es doloroso ver triunfar en las televisiones y los medios nuevas representaciones del éxito, encarnadas en el empresario que consigue crear un imperio a fuerza de estafas o en el político impune que humilla al Parlamento haciendo votar leyes ad personam. Es doloroso ver a hombres y mujeres empeñados en una insensata carrera hacia la tierra prometida del beneficio, en la que todo aquello que los rodea—la naturaleza, los objetos, los demás seres humanos—no despierta ningún interés.

Y continúa más adelante:

Sobre todo en los momentos de crisis económica, cuando las tentaciones del utilitarismo y del más siniestro egoísmo parecen ser la única estrella y la única ancla de salvación, es necesario entender que las actividades que no sirven para nada podrían ayudarnos a escapar de la prisión, a salvarnos de la asfixia, a transformar una vida plana, una no-vida, en una vida fluida y dinámica, una vida orientada por la curiositas respecto al espíritu y las cosas humanas.

Sin embargo, en los momentos de mayor crisis, cuando la barbarie gana terreno a la civilización, “la furia destructiva se abate sobre las cosas consideradas inútiles”. Ordine cita a Cicerón: 

Lo sublime desaparece cuando la humanidad, precipitada en la parte baja de la rueda de la Fortuna, toca fondo. El hombre se empobrece cada vez más mientras cree enriquecerse.

Al Pseudo Longino, el enigmático autor de Sobre lo sublime, quien atribuye a la codicia el deterioro de la elocuencia y del saber en Roma; y, en la misma línea, a Giordano Bruno con respecto a su tiempo y para quien el amor por el dinero es el principio del fin de toda vida civil:

La sabiduría y la justicia—escribe en De immenso—empezaron a abandonar la Tierra en el momento en que los doctos, organizados en sectas, comenzaron a usar su doctrina por afán de lucro. […] La religión y la filosofía han quedado anuladas por culpa de tales actitudes; los Estados, los reinos y los imperios están trastornados, arruinados, los bandidos como los sabios, los príncipes y los pueblos.

Pero el saber y la cultura no bastan. No solucionan nada: como recuerda George Steiner, “la elevada cultura y el decoro ilustrado no ofrecieron ninguna protección contra la barbarie del totalitarismo”. Aquí es cuando hay que cambiar de tercio y resolver tanta confusión en torno a eso de las actividades “inútiles” en términos productivo-materialistas, pues arte y cultura, si no son instrumentos para la cátarsis interior, pierden su sentido y se reducen a un frívolo entretenimiento al gusto de épocas en crisis como la presente. De ahí que presumir de cultura en tiempos como estos no sea sino afirmar que se posee la enfermedad del siglo, lejos del auténtico valor de una cultura con propósito trascendente. Y de ahí que los cultos de hoy, como los cultos de cualquier época frívola anterior, no superen en humanidad a sus conciudadanos.

El arte que sirve de transformador de la persona es un mediador entre lo social y lo espiritual, entendiendo por “espiritual” el proceso de introspección que abre al individuo las puertas de sí mismo, tal y como refiere Thomas Metzinger. Proporciona los símbolos por los que trascender la simple convivencia basada en el beneficio, rasgo puramente biológico, y convierten al ser humano en eso, ser humano. Pero ese tema se merece otro artículo y no cabe en este.

Para retomar el hilo, hay que volver a Sloterdijk, el suceso fundacional de la historia, aquel del que derivan todos los demás estadios de la humanidad es la antropogénesis, el desarrollo de prácticas “psico-inmunitarias”, defensas mentales que permiten al hombre sobrellevar su vulnerabilidad frente al destino y la mortalidad inevitable.

En la esfera humana existen no menos de tres sistemas inmunitarios, los cuales trabajan superpuestos, con un fuerte ensamblaje cooperativo y una complementariedad funcional. Sobre el sustrato biológico, en gran parte automatizado e independiente de la conciencia, se han ido desarrollando en el hombre, en el transcurso de su desarrollo mental y sociocultural, dos sistemas complementarios encargados de una elaboración previsora de los daños potenciales: por un lado, un sistema de prácticas socio-inmunitarias, especialmente las jurídicas o las solidarias, pero también las militares, con las que los hombres desarrollan, en la “sociedad”, sus confrontaciones con agresores ajenos y lejanos y con vecinos ofensores o dañinos; por otro lado, un sistema de prácticas simbólicas, o bien psico-inmunológicas, con cuya ayuda los hombres logran, desde tiempos inmemoriales, sobrellevar más o menos bien su vulnerabilidad ante el destino, incluida la mortalidad, a base de antelaciones imaginarias y del uso de una serie de armas mentales.

Al reconocer esto, es posible salirse de la perspectiva de la horda, por recurrir a los párrafos anteriores, y comprender que la esencia del ser humano la precede. De lo contrario, éste queda atrapado en el acuerdo por el que la vida pertenece a la comunidad. Como se ha dicho, y aquí “manipularemos” a conveniencia a Sloterdijk, sólo una cultura que valora la introspección se muestra efectiva para la liberación del individuo frente a sus miedos existenciales; de lo contrario, sólo sirve como sistema inmunitario social, garante del orden y bloqueador del sujeto. ¿No era esa la intención de los totalitarismos, según Hannah Arendt? A fin de cuentas, de cualquier comunidad humana que aspira a la conservación de su bienestar adquirido.

Pero, tarde o temprano, el fallo del sistema alcanza un umbral de no retorno y colapso. El sujeto se libera de la cultura inoperante por no-catártica, y muestra la bestia que sigue siendo tras tanta historia de evolución: un déspota ilustrado ayer; hoy, un troglodita con tecnología de Star Wars. El colapso de cualquiera de los sistemas inmunológicos social o simbólico significa el colapso de la colectividad, pues el ser humano es espiritual por naturaleza y esta forma parte de su evolución, lo quiera o no; sin los símbolos psico-inmunitarios que unen al grupo en un nivel que trasciende lo puramente biológico y social, la convivencia se reduce a la vida animal, con sus agresiones, luchas y exigencias de poder innatas a la naturaleza.

De ahí que el gran error de toda civilización sea querer construirse como tal desde fuera. Nunca las bestias cohabitaron bajo leyes que no fueran las naturales. Por eso, y como parecía intuir Hannah Arendt, pretender que los derechos humanos, o cualquier derecho inventado por encima de lo salvaje, son naturales y pueden gobernar a un humano que sólo lo es en potencia, es pura falacia.

Cuando llega la crisis, se agota la ilusión. O acaso la crisis llegue porque se agota la ilusión.

Por eso, al igual que la política clásica encontraba la oposición de la periferia del imperio, vaticina Sloterdijk:

…el nuevo atletismo global repetirá la experiencia en proporciones crecientes. […] Igual que no hay política clásica sin la resistencia de estirpes y hordas en un antimundo de anarquismos, privatismos y niñerías, tampoco habrá hiperpolítica alguna sin la venganza de lo local y lo individual. Grandes regiones se separarán, en huelgas latentes o manifiestas, del dictado mundial del capital globalizado […], porciones de población dignas de ser tenidas en cuenta le volverán la espalda a todos los políticos con una indiferencia enemiga. […] El mundo sin forma y la sociedad sin identidad urdirán, de modo masivo, contraataques, Reinassancen, y vueltas a las viejas reservas.

Más allá, los Estados nacionales están condenados a desaparecer por su incapacidad para mantener la cohesión de las sociedades, descubriendo de nuevo lo que tanto tiempo estuvo velado: su artificialidad. “En el peor de los casos, ningún miembro de una sociedad se sigue creyendo en serio que esa sociedad sea la suya”.

Todo esto es sistémico, puede interpretarse como un efecto que aparece necesariamente cuando el espíritu postmoderno de la ausencia de fundamento alcanza el ámbito de lo político. El Estado se convierte en un castillo de arena, el absentismo muerde con voracidad todas las estructuras de apariencia sólida, los vínculos sociales giran en el vacío.

Muerto el estado del bienestar, se agota el gusto por la convivencia. Se descubre que “la cultura superior ha exigido demasiado a ese animal de grupos pequeños que es el homo sapiens, pues éste no ha sido capaz de engendrar prótesis emocionales y simbólicas para moverse por las grandes superficies”. Ante la falta de su imaginario simbólico, las sociedades derivan en “estirpes neuróticas”. Es la paranoia que se vio en la guerra de los Balcanes, ejemplifica el filósofo alemán. “Cosas así testifican que lo peor de lo peor irrumpe en las configuraciones sociales que no pueden mantener o encontrar su forma”.

Cabe recordar a Zizek cuando dice que el capitalismo tiene como heredero natural al totalitarismo populista, pues son los populistas quienes ofrecen al pueblo el sueño inmunitario cuando se agota el anterior. La Europa de hoy, con sus sueños de Unión sustituidos por la nueva emergencia del virus de los fascismos, que se alimenta de la mente humana debilitada, es una muestra de que el caos y el orden forman parte de un todo dinámico donde las formas dependen de los atractores que vayan surgiendo por el camino, pero nunca se podrá hablar de un orden que ha dominado la degradación.

En la Antigüedad, los intentos de transformación del sujeto estaban siempre ligados en primer lugar al intento de transformación de las relaciones humanas, como mínimo en el seno de la escuela, en la comunidad donde se desarrollaba la tarea filosófica, pero también, de uno u otro modo, en la misma ciudad. La práctica de la justicia suponía un elemento fundamental dentro de la vida filosófica. Por el contrario, preciso es reconocer que una transformación de carácter puramente legislativo o coercitivo de las relaciones humanas no sirve finalmente para nada si no va acompañada de la transformación del sujeto.

(Pierre Hadot, Ejercicios espirituales y filosofía antigua)