Juan Goytisolo (Barcelona, 1931) es un profesional de las letras que, como todos, podrá gustar o no, pero al que no se le puede negar una indudable calidad literaria que, al fin y al cabo, es lo que premia la más alta distinción que España concede en el terreno literario. Es cierto que este autor, encuadrado entre los más precoces de los que vivieron la Guerra Civil como “niños asombrados”, no elude planteamientos literarios para abordar lo social desde términos de mayor compromiso. Un compromiso que, movido por la heterodoxia total en sus ensayos, le hace cultivar el tema de la traición hacia su país y la transgresión de todos sus valores –Disidencias(1977), Libertad, libertad (1978)-, hasta el extremo de provocar el enraizamiento del escritor en el Magreb e incentivar su interés por la civilización árabe. De ahí que en unas provocativas declaraciones reconociera que había pensado venir a recoger el premio vestido con una chilaba en vez de chaquet.
Los méritos de los críticos son de sobra conocidos, como aquel Coños del predicador de Trento con tendencia a la obesidad o los tópicos típicos del casticismo sevillano, experto en filología semanasantera, del vanidoso de la feria. Puestos a seleccionar uno de ellos, elegiría al de Baracaldo, sin la acritud que él profesa a Goytisolo, ya que hay que reconocerle su demostrada maestría literaria aunque no comulgue con su ideología retrógrada y tradicionalista. Esa es la diferencia entre un sectario y un ecuánime: al primero lo ciega la pasión irracional, el segundo intenta ser imparcial y justo.
Como sabe cualquier conocedor de las patologías sociales y los trastornos psiquiátricos, los miedos y el rencor alimentan el sectarismo de los mediocres. Es lo que acaba de poner de manifiesto el último premio Cervantes con el vómito que ha provocado en los que han intentado denostar al galardonado. A mayor honra del afortunado.