La ironía de la inocencia: dentro de Alexander Mackendrick con Asier Aranzubía Cob

Publicado el 23 diciembre 2011 por Esbilla

Regreso a Mackendrick con la excusa de la fornida, elegante y clarificadora monografía que Asier Aranzubía Cob le ha dedicado en Cátedra y que está a la venta desde hace bien poco. El libro ya fue tratado aquí y después de algunos azares y amistades comunes el autor del volumen y un servidor nos pusimos en contacto epistolar para este encuentro que pudo ser a tres en alguna fase de su fabricación pero que se ha quedado en un pas de deux de lo más enriquecedor. Sin mayores ceremoniales y recordando que Alexander Mackendrick volverá por aquí a no mucho tardar, aunque sea el año que viene, tome asiento el que quiera que empezamos:

La destrucción por los inocentes: Alexander Mackendrick en Cátedra por Asier Aranzubía.

Bueno Asier, lo primero agradecer la visita y luego ya nos lanzamos al tema.

Gracias a ti por invitarme a Esbilla.

Abres el libro refiriéndote con ironía a ese, triste, lugar común que era la ausencia de Mackendrick del panorama escrito en español. ¿A que se debía este desapego hacia un director no tan oscuro, o, al menos, con películas de cierta popularidad?

Que no se haya publicado (hasta ahora) ningún libro en castellano sobre su obra es, en cierta medida, comprensible, pero lo que es verdaderamente llamativo es que, excepción hecha de un estudio breve publicado hace bastantes años en Cinestudio, ninguna otra revista española de las que se editan en papel le haya dedicado nunca un dossier o un estudio monográfico. Y digo lo de “en papel” porque, si no me equivoco, la única que lo ha hecho (y además hace relativamente poco tiempo) ha sido una revista electrónica que seguro que conoces: Miradas.net. Además de las razones que apunto en la introducción de mi libro (aquello de que los prejuicios hacia el cine inglés de la crítica francesa condicionaron la actitud de una crítica española siempre muy pendiente de las “modas” francesas) creo que, en líneas generales, Mackendrick es uno de esos cineastas que despierta las simpatías de muchos cinéfilos y, sobre todo, de muchos críticos, pero que, en cambio, no despierta pasiones. Algo que, por el contrario, sí hacen todos esos autores sobre los que se vuelve una y otra vez en las monografías que se editan en este país. No hace falta que enumere los nombres. Es decir, todo el mundo reconoce su interés pero casi nadie (tú debes ser una excepción) manifiesta públicamente que Mackendrick es uno de sus cineastas de cabecera. Cuando hablas con la gente, enseguida te citan con admiración dos ó tres películas suyas pero son muy pocos los que tienen una opinión formada sobre el conjunto de su obra, sobre Mackendrick como “autor” si lo prefieres. Por último, y aunque nos cueste reconocerlo, en realidad seguimos siendo muy pocos los que estamos interesados por el cine de una manera que vaya un poco más allá del mero acatamiento servil de esa dieta prefabricada e idéntica a sí misma que nos imponen los medios de comunicación de masas. Y de todos los que se saltan la dieta, me da la impresión de que luego son muy pocos, a su vez, los que están interesados en saber más cosas sobre aquellos films o aquellos directores que han despertado su interés. Y no digo esto en plan apocalíptico, dejándome llevar por ese tufillo elitista que suele estar detrás de este tipo de discursos. Lo digo porque doy clases en la universidad y suelo preguntar a mis alumnos: y te garantizo que ninguno de ellos había oído hablar de Mackendrick hasta que lo mencioné yo.
  

Hasta hace bien poco ni siquiera todas sus películas estaban editadas

Lo que me preocupa no es que hayan tardado en editarse. Lo que me preocupa realmente es que ahora que están editadas sigan sin verse. Mi libro incluye un capítulo final en el que se comentan las diferentes ediciones en DVD de films de Mackendrick que están al alcance del público español porque creo que el objetivo último de mi investigación es que se vean las películas. No debemos olvidar nunca que lo verdaderamente importante son las películas y que éstas se bastan y se sobran para decir todo lo que tienen que decir (siempre y cuando uno las mire y las escuche con atención) sin que haga falta que venga nadie después a explicárnoslas. Toda esa literatura cinematográfica que las acompaña y pretende explicarlas puede ser interesante (aunque muchas veces me temo que no lo es) pero siempre a condición de que no haga creer al lector que su importancia es mayor que la de las películas. Me da la impresión de que, sobre todo, en el ámbito universitario (y ahora hablo más de los profesores e investigadores que de los alumnos), hay mucha gente que lee y escribe sobre cine pero que, en realidad, no lo ve o, al menos, no lo frecuenta. De ahí a que las películas se acaben convirtiendo en un mero pretexto para hablar de casi cualquier cosa hay un paso que algunos nos negamos a dar. 

¿Qué tal sonó en Cátedra su nombre en un primer momento?

Pues sonó regular, y no me extraña. Publicar en España una monografía sobre un cineasta como Mackendrick es una apuesta arriesgada desde un punto de vista editorial. Por eso decía en la respuesta a una de tus preguntas anteriores que “en cierta medida” entiendo que ninguna editorial española se haya atrevido con un libro sobre un autor relativamente poco conocido. Me consta, además, que cuando en otras ocasiones han apostado por cineastas de un perfil similar al de Mackendrick (en el sentido de su repercusión pública) se han encontrado con una respuesta desalentadora por parte del público. Es por eso que estoy muy agradecido a Cátedra por haber apostado por un libro como este. Y quiero añadir que me hace una doble ilusión que se haya publicado en Signo e Imagen / Cineastas porque esta colección jugó, en su momento, un papel importante en mi educación como espectador.

El libro está dividido en tres capítulos, de los cuales en gran parte dedicas el segundo, que bordea quizás la aridez, a justificar a Mackendrick como autor. En la reseña que apareció por aquí no hace demasiado digo que pareciéndome el capítulo más discutible casi estoy por decir que es el que más me ha gustado. Por un parte me pregunto el  por qué de esta necesidad como de dignificación, pero por otro encuentro que a partir de Serge Daney, y junto a ese concepto scorsesiano de los contrabandista, que me entusiasma por su sencillez, apuntas una visión menos cerril de “la autoría” que comparto casi plenamente.

Lo que yo quería hacer no era tanto defender a Mackendrick como “autor” sino intentar reflexionar sobre un concepto teórico que, por un lado, ha sido determinante para la evolución del discurso de la crítica cinematográfica (en el sentido de que permitió desplazar el énfasis de los temas a la puesta en escena) pero que, por otro, y por culpa, sobre todo, de las deficiencias inherentes a sus primeras formulaciones (las que se propusieron desde las páginas de los cahiers en la década de los cincuenta), ha generado mucha confusión. Lo digo de otra forma: en la segunda parte de mi libro se utiliza a Mackendrick como excusa para intentar echar un poco de luz sobre un concepto que, a día de hoy, sigue siendo el origen de más problemas que soluciones. Por otra parte, como bien afirmabas en tu reseña, Mackendrick reúne, y de una manera bastante evidente, además, casi todos los requisitos que tradicionalmente se han exigido para considerar “autor” a un cineasta determinado. Pero, insisto, lo que yo pretendía en el segundo capítulo de mi libro era defender una determinada manera de entender el concepto de autor en la que dicha noción no remite a un cineasta de carne y hueso sino a una función textual. Y no sigo por ahí porque de hacerlo correríamos el riesgo de convertir la entrevista en una clase de teoría y me parece que tus lectores no nos lo iban a perdonar.   

¿Tenías dudas sobre la densidad, o incluso conveniencia, de este bloque? Un amigo común dice que si lo llegas a colocar al principio algún lector deserta. Personalmente lo encuentro tan duro a priori como necesario a posteriori.

Casi todos los lectores con los que he hablado hasta el momento (amigos la mayor parte de ellos, así que no conviene fiarse demasiado) me han agradecido la claridad con que expongo determinadas cuestiones que, en principio, se prestaban a uno de esos despliegues de músculo teórico que apabullan un poco al lector y, en ocasiones, acaban expulsándolo del texto. Cada vez estoy más convencido de que la complejidad del discurso no está reñida con la claridad de la prosa. A estas alturas del partido, después de haber leído bastantes cosas sobre cine a o largo de los últimos veinte años, he llegado a la conclusión de que cuando no entiendo bien algo es porque el autor no se expresa bien y no (como pensaba antes) porque yo no tenga las suficientes lecturas previas como para desentrañar los secretos de su discurso. Estoy de acuerdo en que el segundo bloque del libro tiene una complejidad mayor porque es ahí, precisamente, donde intento resolver esas cuestiones teóricas de las que hablaba hace un momento. Pero si te fijas bien, más allá de esas diez ó doce páginas en las que se le dan unas cuantas vueltas (tampoco demasiadas) al concepto de autor, incluso en ese segundo bloque lo que predomina es el cuerpo a cuerpo con las imágenes y los sonidos de las películas concretas, es decir, el análisis puro y duro. Apoyado además por esas reproducciones de planos que hacen que el lector pueda seguir perfectamente la argumentación sin necesidad de tener la película delante. Y no, en ningún momento pensé en prescindir de este bloque. Estaba convencido de que era importante describir las líneas maestras del estilo Mackendrick antes de acometer el análisis de cada una de sus nueve películas. Lo que no estaba previsto, curiosamente, en mi primer esquema de trabajo era toda la parte biográfica o historiográfica: es decir, todo el primer bloque. Luego, creo que por fortuna, me di cuenta de que en este caso concreto era pertinente redactar una biografía intelectual de Mackendrick, porque al ser un cineasta sobre el que no se había escrito prácticamente nada en español, podía resultar de interés aprovechar la ocasión para presentar al personaje. Y, además, conforme fui leyendo cosas sobre él, durante los dos meses que pasé en el British Film Institute, fui descubriendo que el personaje era muy interesante (ese enfermizo perfeccionismo sobre el que vuelvo en varias ocasiones a lo largo del libro) y que en su peripecia biográfica abundaban las sorpresas (toda su labor propagandística durante la II Guerra Mundial) y los episodios memorables (toda la etapa docente). Mi intención primera, como te digo, era hacer un libro exclusivamente de análisis, en el que figurara, eso sí, la biofilmografía de rigor que, tal y como la tenía pensada, iba a ocupar no más de quince páginas. El modelo era el libro de Zunzunegui sobre Bresson y el segundo bloque de mi Mackendrick quería parecerse al excelente segundo bloque de ese libro: aquel en el que se describe, con la minuciosidad y la perspicacia a la que nos tiene acostumbrados su autor, el “Sistema Bresson”.

El análisis de la puesta en escena mackendrickiana aplicada a Chantaje en Broadway es muy Zunzunegi y muy revelador. Su estilo es realmente penetrante pero nada enfático.

Para Mackendrick todos los elementos de la puesta en escena deben estar al servicio de la narración. En ese sentido es un cineasta muy clásico, muy de contar historias. Lo que lo distingue, creo yo, de otros muchos directores que persiguen similares objetivos es que Mackendrick es un cineasta extraordinariamente consciente de todos y cada uno de los resortes expresivos que tiene a su disposición para transformar las palabras, el guión, en imágenes y sonidos. Lo que he intentado explicar es que sus películas funcionan como mecanismos de relojería dramática casi perfectos. Pero lo hacen de una manera nada enfática, como bien acabas de señalar tú. Mackendrick no es un cineasta exhibicionista, entre otras razones, porque no se considera a sí mismo un autor. No quiere epatar a la crítica moviendo la cámara de una manera extraordinariamente alambicada. Lo que quiere es contar una historia de la manera más clara y directa posible. Lo que pasa es que para hacer eso correctamente hay que conocer muy bien las posibilidades expresivas de cada una de las herramientas que el cine pone a tu disposición. Y Mackendrick las conoce muy bien, entre otras razones, porque es un perfeccionista enfermizo. Pero a diferencia de Kubrick (otro perfeccionista célebre) él no necesita hacer ostentación de esta, llamémosle, sabiduría formal.

Esta insistencia en el valor de la planificación y no solo del tema, me gusta de manera particular y aparece diseminado a lo largo del libro y explica muy bien eso que llamas “el estilo ironista”.

Creo que la idea de la ironía se entiende muy bien, precisamente, a partir de Chantaje en Broadway. La ironía, sin entrar en mayores precisiones, es decir una cosa confiando en que tu interlocutor entenderá otra distinta. Como he tratado de explicar a partir de la secuencia del Club 21, los dos protagonistas de Chantaje en Broadway recurren constantemente a la ironía, a los juegos de palabras, al sarcasmo feroz. Es decir, sus diálogos tienden a la polisemia: dicen una cosa pero quieren que se entienda otra u otras. Pues bien, la puesta en escena de Mackendrick es la encargada de fijar el sentido exacto de esos diálogos que pueden, en principio, significar varias cosas a la vez. Será gracias al concurso de la ubicación de los personajes en el espacio, del orden de los planos, de los movimientos de cámara, de la gestión de las miradas, de la interpretación de los actores, de la iluminación… como el espectador alcanzará a comprender perfectamente (y sin necesidad de hacer ningún esfuerzo extra además) el sentido último de aquello que se le está contando. De una manera más general (y por eso en el libro hablo de Mackendrick como ironista) todas sus películas, a pesar de su aparente sencillez, plantean complejos juegos de oposiciones entre personajes que son, en cierta medida, irresolubles. Me explico: cada uno de los personajes encarna una posición determinada (ante la vida, ante un conflicto) y Mackendrick construye el sentido de sus películas a partir del enfrentamiento entre todas esas opciones que encarnan los personajes. Pero lejos de plantear una solución a este enfrentamiento de personajes poniéndose de lado de uno (o varios) de ellos, Mackendrick prefiere no decantarse por ninguno porque, en su opinión, ninguno es lo suficientemente convincente. Mackendrick, como suelen hacer aquellos autores que cultivan la ironía, no es capaz de plantear soluciones en términos de verdad (porque desconfía de todas las opciones: en cierto sentido, todos sus personajes están equivocados) pero eso no le impide ser muy consciente de las motivaciones y la complejidad inherente a cada uno de los personajes que entran en conflicto en sus películas y, por supuesto, no le impide ser muy consciente de la complejidad inherente a todo conflicto humano.

Pero como apuntabas antes no descuidas el recorrido biográfico. Estando Mackendrick tan obviado esto aparece como imprescindible. Además resulta clarificador ver como pesarán sobre su cine las experiencias formativas en los documentales de guerra ya aludidos, en la publicidad o especialmente en la animación.

Tienes mucha razón. La influencia de sus primeros trabajos como dibujante de tiras cómicas y cineasta de animación se percibe muy claramente en sus películas, sobre todo, en sus comedias. Pero es que además su trabajo en la agencia publicitaria le sirvió, como les explicaba él mismo a sus alumnos de CalArts, para entender que el sentido, el significado, se genera, dicho de una manera muy burda, a partir de la manera en que entran en relación los diferentes elementos con los que trabajas, se genera, decía Mackendrick, por contraste. Enfatizar una cosa implica inevitablemente restarle énfasis a otra. Al aplicar esto a la dramaturgia, Mackendrick descubre, por ejemplo, que un personaje se define por las relaciones que mantiene con los demás. Sin relaciones no hay personajes. En cuanto a la influencia de sus trabajos como documentalista en su carrera futura, yo diría que todo lo que vivió en el frente europeo durante la II Guerra Mundial le sirvió para enriquecer su visión de las cosas, y, me da la impresión, que la guerra vino a acentuar algo que ya formaba parte de su carácter: un cierto descreimiento (no sé si llamarle escepticismo) a propósito de las relaciones humanas.   

Hay mucho cartoon en su cine. No solo El quinteto de la muerte que es uno purísimo, también en El hombre vestido de blanco o en el punto de vista de Sammy (Sammy, huida hacia el Sur, 1963). Este en particular siempre me ha recordado a los cortos de la Warner, donde los adultos son solo piernas.

No había pensado en eso que dices de los adultos en los cortos de la Warner pero me parece que tienes mucha razón. Hace poco pensé en escribir algo sobre la manera en que los cineastas han ido formalizando la idea del punto de vista infantil a lo largo de los años. Eso de colocar la cámara, no a la altura de los ojos de un hombre, como decían los cahieristas de Hawks, sino colocarla, como sucede en Sammy, a la altura de los ojos de un niño. Si finalmente lo escribo tendré que prestar atención al cartoon, porque intuyo que ahí, como bien señalas, debe haber un montón de ejemplos. En cuanto a la influencia del cartoon en sus comedias de la Ealing, yo diría que es una influencia estructural, en el sentido de que se percibe a muchos niveles: desde el tratamiento de los personajes, la estilización del espacio, determinadas acciones, esos sonidos que recuerdan las onomatopeyas del comic, el tratamiento del color… Y claro, en la que más se nota todo esto es en El quinteto de la muerte

Además esta parte, que abre el volumen, alumbra muchas facetas de su cine: la dualidad, la ironía, precisamente, la mirada “extranjera”…

Sí, eso es verdad, pero yo tendría cuidado a la hora de ir demasiado lejos por ese camino. Esa es, precisamente, una de las ideas que la crítica ha heredado de la política de los autores y que a mí me parece muy peligrosa. No soy partidario de analizar las películas tratando de verlas como relatos cifrados de la biografía de los autores. Lo que se suele hacer es proyectar (de una manera, a menudo, algo forzada) sobre la película determinados acontecimientos de la peripecia biográfica de los autores para insistir así en el supuesto carácter “personal” de la película. Por ejemplo, hay quien ha hablado del inventor de El hombre vestido de blanco como un trasunto ficcional del propio Mackendrick. Según esta lectura, a través del personaje de Sidney Stratton, Mackendrick reflexionaría sobre sus propias dificultades a la hora de sacar adelante sus “inventos” o “descubrimientos” (¿de puesta en escena?) dentro de una Ealing en la que imperan unas normas muy rígidas que dejan muy poco margen de maniobra para la iniciativa individual (para los “inventos”) de sus directores. Esta lectura puede llegar a ser tentadora, y desde una determinada óptica de autor muy jugosa porque te permite insistir, como decía antes, en el carácter “personal” de la obra del director. El problema es que El hombre vestido de blanco es la segunda película de Mackendrick y, por aquel entonces, todavía no ha tenido ningún encontronazo serio con Balcon. Además, como el propio cineasta reconoció en diversas ocasiones, él se sentía especialmente a gusto trabajando dentro de un sistema muy reglamentado. Pero el verdadero problema de este tipo de lecturas es que buscan el sentido de la película fuera de la propia película, es decir, en la biografía de su “autor” y no, como deberían hacer, en el interior del propio film, en sus imágenes y en sus sonidos. Y al no mirar y escuchar con atención cometen errores de bulto. Por ejemplo, una lectura atenta de El hombre vestido de blanco demuestra que la película no nos presenta a Sidney como un personaje noble y, por lo tanto, reivindicable. Vistas así las cosas, me parece bastante improbable que Mackendrick pretendiera reivindicar una mayor libertad de movimientos dentro de su empresa a través de un personaje cuyo atributo más visible es su egoísmo.  

Fascina su tratamiento de los niños. Coincido plenamente contigo en que su gran mérito estriba en colocar la cámara a la altura de su mirada. Además metafórica y literalmente.

Sí claro, al colocar la cámara a la altura de sus ojos traduce formalmente un tema que recorre buena parte de su fílmografía y que me da la impresión de que proviene de una lectura temprana (anterior, incluso, a la realización de su primera película) de Huracán en Jamaica, la extraordinaria novela de Richard Hughes en la que se basa Viento en las velas que, como bien sabes, fue un proyecto largamente acariciado por Mackendrick. Siempre que tengo ocasión aprovecho para recomendar esta novela (reeditada
en España recientemente por Alba Editorial) que aunque no goza de un gran prestigio es, en mi humilde opinión, una de las mejores indagaciones que se han hecho nunca en esa cosa tan extraña que es la mentalidad infantil. Las cien primeras páginas de la novela transcurren en Jamaica, antes de que los niños emprendan su viaje de vuelta a Inglaterra y acaben en manos de los piratas. En la película, todo esa primera parte ocupa apenas unos minutos y, en mi opinión, es ahí, precisamente, donde Hughes, valiéndose de una prosa sencilla y precisa pero, al mismo tiempo, atravesada por un misterioso aliento poético, demuestra que es un escritor de primera fila. Y ya que hablamos de Viento en las velas me gustaría señalar que el origen remoto del libro que estamos comentando ahora cabría ubicarlo en un pase televisivo (en Euskal Telebista 2, para más señas) de la mencionada película. Es de aquel encuentro más o menos fortuito entre el film de Mackendrick y un adolescente que devora cuatro o cinco películas al día, de donde surge la chispa que está en el origen de este proyecto. Que la portada del libro esté ilustrada con un plano de Viento en las velas es un pequeño homenaje a aquel encuentro fortuito.

Pues yo también quedé atontado con Mackendrick en una sesión televisiva de Viento en las velas cuando era mocito. Absolutamente emocionante y perturbadora, en especial en ese tratamiento de los niños. Nunca con condescendencia, al contrario, asumiendo su lógica de manera implacable. Y cuando los mira en la distancia hasta llegan a ser terroríficos. Esa “inocencia letal” se manifiesta en ellos en toda su potencia. Solo Mandy, que me encanta, parece una excepción a esto, aunque no por completo ya que ella también causa destrucción.

Yo creo que la clave para entender la mirada que Mackendrick dirige sobre los niños está, y perdona la insistencia, en las páginas del libro de Hughes. Hay un momento en que el misterioso narrador omnisciente de la novela dice que las posibilidades que tiene un adulto de comprender la mente infantil son infinitesimales. Creo que Mackendrick intenta una y otra vez traducir esta extrañeza propia de los adultos ante unos seres que les resultan cercanos (ellos también fueron niños en alguna ocasión) pero que no son capaces de entender. Los niños en las películas de Mackendrick no son como los niños de las otras películas. No hay ni rastro de la sensiblería inherente a sus comparecencias en otros films. Tampoco es que sean malvados (como algunos de los niños de El señor de las moscas) pero sí que son vistos como una amenaza porque hay aspectos de su comportamiento que no alcanzamos a comprender y eso nos genera inquietud. Y en cuanto a lo de Mandy, me da la impresión que para incluirla dentro de ese tema recurrente que atraviesa la obra de Mackendrick habría que forzar un poco las cosas, de ahí tu prudencia. En mi opinión, el primer ejemplo de esos “niños letales” sería el grumete de La bella Maggie. Cuando uno trata de escribir sobre un director desde la óptica de la política de los autores (que, insisto, no es la que yo empleo en mi libro) se ve empujado a forzar su objeto de estudio para que su aproximación tenga consistencia. Si hay “niños letales” tiene que haberlos en todas las películas del autor en las que los niños juegan un rol importante. Pues no, tal vez en todas no. Por eso, a pesar de que en mi libro (por razones que ya he explicado) se menciona la política de los autores, yo siempre prefiero hablar de películas concretas. De ahí que luego dedique un espacio considerable a analizar cada una de ellas. Leer las películas en clave autoral entraña más peligros que ventajas.   

Inocentes son los niños, pero también Alec Guinnes en El hombre del traje blanco o la viejecita de El quinteto de la muerte, los marineros de The maggie… todos son inconscientes de su capacidad aniquiladora y también egoístas hasta decir basta.

Hasta la Susan de Chantaje en Broadway. Como señalo en el segundo bloque del libro, incluso, al propio Mackendrick (muy poco partidario, él mismo, de estas lecturas en clave autoral) no le quedó más remedio que reconocer que esto era así, que en sus películas, efectivamente, había un tema que se repetía (aunque él no lo había hecho de forma muy consciente) con cierta insistencia. Y sí, algunos de ellos son egoístas… pero no todos. Sidney es un egoísta, los marineros de La bella Maggie también, pero, por ejemplo, la hermana de Hunsecker no lo es en absoluto. En cuanto a la abuelita de El quinteto de la muerte las cosas son un poco más complicadas. La abuelita, como los niños, es un personaje inconsciente cuyo comportamiento atiende a una lógica diferente y por eso te desarma y acaba siendo peligrosa… pero de ahí a decir que es una egoísta…  

Un poco exagerado quizás, es verdad…  La dualidad y la ironía es otra constante. Incluso jugando con las expectativas y el punto de vista del espectador. The Maggie me parece ejemplar en este sentido.

Estoy de acuerdo. Pero más que de dualidad yo prefiero hablar de ambivalencia. En La bella Maggie el espectador no sabe a qué carta quedarse, no sabe bien de qué lado debe estar. Yo insinúo que esto es así porque, en realidad, Mackendrick no está del lado de nadie. Todos los personajes tienen sus razones (como decía Renoir) pero al mismo tiempo todos están equivocados. En cierto sentido, todos son egoístas. Menos el niño. El niño se comporta de una manera brutal porque su cabeza (y vuelvo otra vez sobre lo mismo) funciona de una manera diferente. Él está convencido de que el capitán es un héroe y, según su distorsionada manera de ver las cosas (radicalmente diferente a la de los adultos), la barcaza destartalada que da título a la película es una nave prodigiosa. Pero a pesar de todo esto, Mackendrick TAMPOCO está del lado del grumete. Porque aunque su conducta es más reivindicable que la de los marineros, el niño, en cierta medida, es un monstruo. O para decirlo de una manera menos incorrecta, está sin socializar. Todavía no ha asumido los valores del mundo de los adultos y eso le convierte en un elemento muy desestabilizador. Quisiera añadir que ese carácter ambivalente del discurso de Mackendrick es lo que hace que sus films sean mucho más complejos de lo que parecen a simple vista. De ahí que alguien haya hablado de sus comedias como “comedias problema”. Nos podríamos pasar horas dándole vueltas a la lógica que subyace bajo esa intrincada red de enfrentamientos entre personajes dentro y fuera de la barcaza. Pero lo fascinante de todo esto es que a un nivel superficial las películas no son nada complejas, se siguen muy fácilmente, son de una claridad apabullante. Y esto sólo está al alcance de los grandes cineastas. Pero después, si te tomas la molestia de pensarlas un poco, te das cuenta de que son muy escurridizas o, por decirlo de una manera un poco más rimbombante, que vehiculan una visión del mundo y de las relaciones humanas extraordinariamente complejas y, en última instancia, notablemente descreída. Y es que las películas de Mackendrick son un poco frías: de ahí la metáfora del mecanismo de relojería que empleaba antes. La menos fría de todas es Whisky Galore!, y por eso es la favorita de nuestro común amigo Santiago Aguilar.  

Ahí esta Matías, juez de línea para demostrarlo. Aprovechemos que estamos cerca dela Ealing: ¿Él era un cuerpo extraño allí?

En cierto sentido sí, pero en otro no. Para entender bien la obra de Mackednrick creo que es importante asumir que a él le encantaba trabajar dentro de un sistema con unas normas bien codificadas. Aunque también es verdad que esa idea compleja del mundo que está detrás de sus films no casaba del todo con ese carácter no controvertido que Balcon quería imprimir (e imprimía) a las películas de su productora. Por decirlo de alguna manera, Mackendrick estiraba la goma de la permisividad de la empresa un poco más de lo debido pero nunca llegaba a romperla. Entre otras razones porque esa no era, en modo alguno, su intención. Sí que me atrevería a afirmar, como insinúas en tu pregunta, que sus películas eran, en cierto sentido, cuerpos extraños dentro de la Ealing. En cambio, él, como profesional no lo era un cuerpo extraño en absoluto. Hamer, en cambio, sí que tuvo más problemas para adaptarse. Mackendrick estaba a gusto trabajando en la Ealing, entre otras razones, porque conocía muy bien la idiosincrasia de las clases medias inglesas (y ese era, precisamente, el centro de interés de muchas de las películas de la casa), le encantaba trabajar en equipo, tampoco le importaba filmar a partir de argumentos ajenos, etc. No era uno de esos cineastas modelo Welles a los que les cuesta horrores adaptarse a unas normas, a una disciplina, a una determinada manera de hacer. Y por eso cuando salió de la Ealing se pasó todo el resto de su carrera echándola de menos. Aunque esto no quita para que fuera capaz de seguir haciendo películas memorables lejos de la Ealing.   

Balcon era una figura muy paternal. Como muy bien explicas en el libro lo que quería era ofrecer una especie de anarquía controlada. Una ligera liberación de posguerra. Pero la negrura de Mackendrick, o la de Robert Hamer, parecían demasiado.

Sí, ellos hacían ese tipo de película “controvertida” que incomodaba un poco a Balcon. Pero, al mismo tiempo, la mayoría de las películas de Mackendrick para la Ealing fueron éxitos de taquilla. Y eso tiene que ver con la ambivalencia de la que hablábamos antes. En un nivel superficial de lectura parecían inofensivas y agradaban a todo el mundo, pero si uno rascaba un poco descubría enseguida que bajo esa primera capa de sentido había otras lecturas posibles (destinadas a un espectador “sofisticado”, según advertía el propio cineasta), menos complacientes, más controvertidas. Las películas de Mackendrick (como por otro lado sucede con muchas de las películas más interesantes del modelo clásico) son capaces de satisfacer a paladares diferentes: al de aquellos que buscan el placer más epidérmico de engancharse a una historia y a los que suman a este primer tipo de placer un segundo que proviene de una mirada más atenta, más reflexiva, más analítica si se quiere. En ocasiones, hay que ver la película una segunda vez (o una tercera, o una cuarta…) para poder añadir al mero placer de engancharse a una historia, ese segundo o tercer placer que tiene ver con el descubrimiento de los mecanismos que el film ha utilizado para emocionarte. O como le gusta decir a Imanol Zumalde, un placer que, en última instancia, lo provoca el descubrir que detrás de ese artefacto que te ha conmovido, te ha hecho reír, te ha aterrorizado… hay una mente humana (o varias, o muchas) funcionando a pleno rendimiento.

¿Entonces dentro de aquel sistema industrial, casero pero industrial, pudo dar lo mejor de sí aun sujeto a unas normas, o quizás precisamente por esos límites y estructuras en los cuales se tenía que desenvolver personalizándolos? Y volvemos con esto a lo de la autoría antes comentado.

Sí, él mismo ha reconocido en varias entrevistas y en los textos que preparaba para sus clases que se sentía mucho más a gusto cuando trabajaba dentro de un sistema con unas normas bien marcadas. Cuando chocaba con esos límites no era, en ningún caso, porque estuviera intentando innovar formalmente o algo parecido. Chocaba, pienso yo, porque su visión del mundo era un poco más compleja o más negra, como decías tú antes, que la que imperaba en la Ealing. Pero esos “choques” no creo que fueran demasiado graves. Lo que no creo en ningún caso es que hubiera algo así como un deseo no satisfecho de “expresar un mundo personal”. Lo “personal” en Mackendrick está, pienso yo, bastante difuminado, y afectaría en todo caso a esa idea de la complejidad que he mencionado tantas veces, y que afecta no sólo a las relaciones entre personajes sino también a la estructura, a la propia forma del film. Después, cuando empieza a trabajar en el Hollywood en descomposición de finales de los cincuenta, contra lo que choca es contra las impersonales dinámicas de producción de aquella industria. En Ealing no había tenido problemas graves en este sentido. Aunque su perfeccionismo y su meticulosidad fueron el origen de no pocos enfrentamientos con los miembros de sus diferentes equipos (tanto en Ealing como en Hollywood), desde el punto de vista de la eficiencia Mackendrick era un excelente profesional. Quisquilloso y un poco “tocapelotas” pero un excelente profesional.   

En Estados Unidos, en cambio, las batallas fueron contra los divos. Específicamente con Burt Lancaster con el cual tuvo una relación…en fin, tirante.

El propio interesado lo explicaba muy bien: si dejó de hacer películas fue porque mientras estuvo en Hollywood dedicaba un 90% de su tiempo y de sus energías a conseguir poner en marcha sus proyectos y un 10% a realizarlos. Si a esto sumamos que en el caso concreto de Chantaje en Broadway tuvo que lidiar con un Lancaster que, según los testimonios de algunos implicados, se comportó durante el tiempo que duró el rodaje de una manera muy similar a la del personaje que encarnaba en la ficción, entendemos mejor la decisión de abandonar un trabajo en el que se habían multiplicado los inconvenientes y habían desaparecido buena parte de las ventajas. Por ejemplo, la de poder tener cierta regularidad en el trabajo, algo que perdió definitivamente cuando abandonó la Ealing.  

Y luego le quedó vagar entre proyectos frustrados, encargos que, de nuevo, personalizaba, o proyectos más o menos cercanos de los que nunca quedó contento. Hasta regresó con Michael Balcon en Sammy, huida hacia el Sur.

Y como suele suceder en estos casos, lo peor de todos esos proyectos frustrados es que se llevaron por delante buena parte de sus ahorros. Por otra parte, me imagino que la cancelación de dichos proyectos (y el de Mary Queen of Scots fue el que persiguió con mayor ahínco) debió ser muy dolorosa para alguien cuya meticulosidad le obligaba a pensar y diseñar sus proyectos hasta el más mínimo detalle. He visto por ahí unos storyboards maravillosos de Mary Queen…  

No pocos directores son duros con sus obras pero lo de este hombre llega a ser despiadado. En una magnífica entrevista con Antonio Castro que apareció en Dirigido por… allá a finales de los 80 decía que sobre No hagan olas no hablaba porque en su casa estaba prohibido blasfemar.

Y, además, me da la impresión de que lo decía en serio: no era, para nada, una pose. Tengo la impresión de que al final de su vida seguía teniendo una idea muy equivocada de lo que eran en realidad sus películas. ¡Si hasta estaba decepcionado con Chantaje en Broadway! que si no es una de las mejores películas del cine americano de los cincuenta, cerca le anda… y mira que en esa década hay candidatas a ese título… Y además sorprende que un hombre con una capacidad para el análisis como la suya (y los textos que preparaba para sus clases son una prueba inequívoca de esto) sea después tan miope para con sus propias películas. Insisto en que me da la impresión de que no estamos ante uno de esos casos de falsa modestia. Casi me atrevería a decir que por culpa de unos altísimos niveles de autoexigencia el bueno de Mackendrick se había vuelto un poco majareta…

Viento en las velas que antes citábamos es otro caso. No estaba satisfecho en absoluto y es, vista hoy, una obra maestra. ¿Había una insatisfacción permanente entonces o se puede hablar incluso de sufrimiento?

No, creo que sufrimiento no. En líneas generales estaba satisfecho con el resultado obtenido con sus películas pero cuando las comparaba con otras pensaba que las suyas eran poca cosa. Me contó hace poco Jenaro Talens que se lo encontró una vez en Los Ángeles en una Universidad y que al enterarse de que Talens era español se apresuró a decirle que él estaría dispuesto a cambiar toda su obra a cambio del célebre plano de El verdugo, ubicado en las postrimerías del film, en el que Manfredi es llevado prácticamente en volandas hacia la sala de ejecuciones. Y lo cierto es que ese plano (y muchos de los anteriores) de la película de Berlanga se merecen un elogio de ese estilo. De hecho, si lo piensas bien, es verdad que no hay ningún plano aislado en el cine de Mackendrick con una capacidad de síntesis tan brutal como la de ese plano general de Berlanga… pero de ahí a renunciar a una toda tu obra… Me alegró saber que a Mackendrick le gustaba el cine de Berlanga. Yo siempre he pensado que sintonizaban en una onda parecida.

Su retirada, fulminante, me parece un caso insólito de coherencia. ¿Sencillamente se hartó?

Justo cuando se estaba hartando le ofrecieron hacerse cargo del departamento de cine y vídeo de una escuela que estaba a punto de abrir sus puertas. Me parece que la respuesta a tu pregunta está en la suma de estos dos factores.

¿Nunca sintió la necesidad de volver? Por cierto, que me extraña que no hiciese nada en televisión, quizás hubiese sido un refugio como lo fue para Robert Aldrich u otros outsiders.

Sí que hizo un episodio para la televisión. Pero se lo tomó como un entrenamiento o como una eventual fuente de ingresos. La serie se llamaba The defenders y era de la CBS. Pero como te digo me da la impresión de que nunca se planteó seriamente lo de trabajar de manera continuada para la televisión. En cuanto a lo de si pensó volver, no me consta. Como ha comentado su viuda en alguna ocasión, se sentía plenamente realizado como profesor y es probable que esta circunstancia le disuadiera de intentarlo de nuevo. Aunque no me extrañaría que en más de una ocasión se le pasara por la cabeza…

Por lo que explicas su práctica profesoral debía de chocar bastante a unos alumnos deseosos de arte y a los cuales él daba oficio y más oficio. Decía que estaba “orgulloso de no ser una artista”.

En efecto. Mackendrick impartió docencia durante más de veinte años en una escuela de arte que, sobre todo durante sus primeros años de existencia, contaba con un alumnado que, en sintonía con el aire de los tiempos, aspiraba en su mayor parte a realizar un cine, si no experimental y de vanguardia sí al menos más próximo al modelo de la modernidad que al del clasicismo. Y, como era de esperar, las clases de Mackendrick ponían el énfasis justo en lo contrario: en el cine de contar historias. Lógicamente, Mackendrick se veía a sí mismo más como un profesional de la industria que como un artista independiente. Todo lo contrario que sus alumnos, que soñaban con realizar un cine que impugnara las normas del llamado Modo de Representación Institucional. Mackendrick, para intentar calmar esa inclinación destructiva de sus alumnos, les solía decir que para subvertir algo es necesario conocer previamente ese “algo”. “Queréis ser la vanguardia… ¿pero la vanguardia de qué exactamente?” les preguntaba. Mackendrick pensaba que un conocimiento profundo de la manera en que funcionan los relatos y por extensión las películas era determinante para pensar luego en las posibles formas de subvertir dichas normas. Pero una vez superados estos encontronazos de los primeros años, que coincidieron con ese furor contracultural que recorría las universidades de California en aquella época, Mackendrick acabaría convirtiéndose en un profesor muy estimado por sus alumnos. Y no me extraña, porque cuando uno lee las clases que preparaba (Paul Cronin las ha editado recientemente bajo el título On Film-making) cae rápidamente en la cuenta de que, al menos al nivel del discurso, debía ser un profesor excelente. Y si nos fiamos de las filmaciones de algunas de sus clases que he podido ver en Youtube, también parece que era un orador bastante competente.    

Suelo pregunta, con candidez, si queda algún legado entre el cine del presente de estos directores sobre los que he tenido la suerte de charlar. Esta vez me parece una pregunta particularmente absurda.

No, no es absurda. Cada vez son más los cineastas que hacen pública su admiración por la obra de Mackendrick. Han escrito o dicho cosas elogiosas de Mackendrick cineastas británicos como Terence Davis (que fue alumno suyo) y Stephen Frears, y norteamericanos como Martin Scorsese (que ha escrito un prólogo para el libro en el que se recogen las clases de Mackendrick), Paul Thomas Anderson (en Boggie nights se cita Chantaje en Broadway), Spike Lee, Steven Soderberg, los Coen (que hicieron un pésimo remake El quinteto) y alguno más que ahora no recuerdo. De entre sus alumnos ha sido James Mangold el que ha reivindicado siempre su figura con un mayor entusiasmo, y el hecho de que una de sus últimas películas (El tren de las 3:10 a Yuma) sea un remake de un clásico sobre el que Mackendrick volvía una y otra vez en sus clases dice mucho de los lazos que, todavía hoy, le unen a su maestro. Me da la impresión que la película que más ha influido entre los cineastas americanos es Chantaje en Broadway. Te recomiendo que hagas el ejercicio de preparar un programa doble compuesto por Chantaje en Broadway y Taxi driver. En mi opinión, la deuda del film de Scorsese con ese memorable noir tardío que es Chantaje en Broadway va mucho más allá de la mera presencia de un Nueva York nocturno.    

Lo haré, lo haré. Ahora, y en definitiva, ¿has quedado contento del libro? Yo lo he hecho con su lectura.

Muchas gracias. Y sí, estoy muy contento. Más allá de que el libro haga un poco de justicia a Mackendrick, estoy bastante satisfecho porque la gente me está diciendo que se lee muy bien, y a mí lo de que se me entienda bien y lo de que se valore el libro también por la calidad de la escritura me hace una especial ilusión. No conviene olvidar que los escritores cinematográficos trabajamos con palabras, no con imágenes y sonidos como los cineastas. Digo esto porque creo que es importante insistir en que nuestra obligación es tratar bien al idioma castellano. También me agrada sobremanera que se diga, como ha hecho Santamarina en su reseña de Cahiers, que el libro es muy gráfico y didáctico. Pero lo que más ilusión me haría es que el libro sirviera de acicate para que la gente viera las películas. Que, como decías antes, están todas (menos una) editadas en DVD en España.   

Un puñado más de gracias y te dejo la despedida.

Gracias a ti por darme la oportunidad de charlar un rato sobre Mackendrick en tan grata compañía. Y ya que hemos estado hablando de libros, me despido con una cosa que le escuché decir una vez a Félix de Azua y que suscribo plenamente: “Un país que no lee, ya puede mirar que nunca verá nada”.