Con ocho o diez años la ilusión nos permite cabalgar hasta el rancho Shiloh, ponernos a las órdenes de Eliott Ness para acabar con el crimen organizado de la ciudad de Chicago, aliarnos con los hermanos Cartwright en una pelea a puñetazos, perdernos en el espacio con la familia Robinson, confundir a los Jackson Five con los Globbe Trotters, afrontar una misión impoble, enrolarnos en el Seaview y desgañitarnos cantando que “todo lo que necesitas es amor”, porque con esa edad todo es posible y todo está por descubrir. No pasa mucho tiempo hasta que la ilusión se desvanece y llega el conocimiento, la incomprensión y la renuncia.
Cuando se cumplen cincuenta años de su producción, aparece ahora en el mercado nacional del DVD la serie norteamericana de televisión “Viaje al fondo del mar” (Voyage to the bottom of the Sea), una de las más recordadas producciones de Irwin Allen, que narraba las fantásticas aventuras de la tripulación del submarino Seaview. Este burgomaestre, cuyos recuerdos infantiles más felices y remotos están íntimamente ligados a la contemplación de esta (entre otras de la misma época) ficción catódica se había hecho a sí mismo la firme promesa de adquirirla tan pronto como le fuera posible, en su vano afán de recuperar (y atesorar) para el futuro la dicha pasada. Como si tal cosa fuera posible… A la dicha del reencuentro con las amadas series televisivas de nuestra infancia sucede la congoja de constatar que nada es como fue y que la fascinación se ha evaporado de nuestros ojos, secándonos la retina. En el lugar en el que distinguíamos maravillas, encontramos ahora nombres, filmografías, movimientos de cámara, ajustados presupuestos y un montón de fórmulas trilladas, archisabidas hasta el hartazgo. Al almirante Nelson, Richard Basehart, no tenemos más remedio que colgarle la etiqueta de actor “felliniano y berlanguiano”, a su lugarteniente, el capitán Crane, David Hedison, le reconocemos como el genuino “hombre-mosca” del cine (con permiso de Harold Lloyd y de su sucesor, el imposible Jeff Goldblum), al artífice de la serie, el productor Irving Allen, le reconocemos por su larga trayectoria, emparentado siempre con las fugas a la fantasía más doméstica. Donde veíamos aventuras y personajes, distinguimos ahora argumentos y asalariados. Nos hemos vuelto, no sabios, sino resabiados, y no somos capaces de disfrutar de lo que nos deleitó cuarenta años atrás.Arrebatadas a la ávida mirada infantil y entregadas a la escrutadora y fatigada contemplación del adulto, las viejas ficciones televisivas quedan despojadas de su original naturaleza mágica y revelan su cálculo, su artificio y su utilitarismo. La decepción es tan previsible como gratuita y fatal.
Con ocho o diez años la ilusión nos permite cabalgar hasta el rancho Shiloh, ponernos a las órdenes de Eliott Ness para acabar con el crimen organizado de la ciudad de Chicago, aliarnos con los hermanos Cartwright en una pelea a puñetazos, perdernos en el espacio con la familia Robinson, confundir a los Jackson Five con los Globbe Trotters, afrontar una misión impoble, enrolarnos en el Seaview y desgañitarnos cantando que “todo lo que necesitas es amor”, porque con esa edad todo es posible y todo está por descubrir. No pasa mucho tiempo hasta que la ilusión se desvanece y llega el conocimiento, la incomprensión y la renuncia.
Con ocho o diez años la ilusión nos permite cabalgar hasta el rancho Shiloh, ponernos a las órdenes de Eliott Ness para acabar con el crimen organizado de la ciudad de Chicago, aliarnos con los hermanos Cartwright en una pelea a puñetazos, perdernos en el espacio con la familia Robinson, confundir a los Jackson Five con los Globbe Trotters, afrontar una misión impoble, enrolarnos en el Seaview y desgañitarnos cantando que “todo lo que necesitas es amor”, porque con esa edad todo es posible y todo está por descubrir. No pasa mucho tiempo hasta que la ilusión se desvanece y llega el conocimiento, la incomprensión y la renuncia.