La isla de Arturo - Elsa Morante

Publicado el 18 abril 2018 por Rusta @RustaDevoradora
Edición:Lumen, 2017 (trad. Eugenio Guasta; pról. Juan Tallón)
Páginas:432ISBN:9788426403285Precio:24,90 € (e-book: 9,49 €)
Con La isla de Arturo (1957), su segunda novela –antes había publicado la monumental Mentira y sortilegio (1948)–, Elsa Morante (Roma, 1912–1985) se convirtió en la primera mujer en recibir el prestigioso Premio Strega. Más adelante, La historia (1974), Araceli (1982) y el libro de relatos El chal andaluz (1963) terminaron de consagrarla como una de las autoras más importantes de la narrativa italiana del siglo XX. Su estilo está influenciado por los narradores decimonónicos, esas novelas extensas publicadas por entregas, divididas en episodios con títulos anticipativos, con una trama dinámica y uno o varios personajes que se hacen mayores (en más de un sentido) con el curso de los acontecimientos. Escribió, no obstante, sobre la Italia de su tiempo, la Italia de la gente corriente. Elena Ferrante, su mejor discípula, explica en La frantumaglia (2003) que gracias a Elsa Morante descubrió que era posible elevar el costumbrismo y los enredos románticos a gran literatura. La calidad literaria, en su caso, no está reñida con la intriga, con el ansia de pasar páginas.
Mi infancia fue como un país feliz, donde él [el padre] reinaba con un poder absoluto. Siempre estaba de paso, siempre se marchaba, pero durante sus breves estancias en Prócida yo le seguía como un perro.
Arturo, el narrador protagonista de esta historia, crece en la isla de Prócida (Nápoles) en el periodo de entreguerras. Huérfano de madre desde su nacimiento, se ha criado en un caserón en el que solo se permite la entrada a hombres. Su único contacto con el sexo opuesto es, hasta la pubertad, una perra muy querida por él. El padre, un héroe a los ojos de Arturo, pasa largas temporadas fuera de casa; el muchacho se lo imagina luchando en continentes exóticos. Lector ávido, Arturo devora novelas de aventuras (no es para menos, con ese nombre con resonancias estelares y literarias), que alimentan más si cabe su imaginación. No tiene amigos, más allá del ayo, que pronto se marcha. Su infancia está marcada, pues, por la soledad, aunque él no lo lamenta. Vive en una isla en más de un sentido: Prócida, con sus límites geográficos; y, también, la isla de su educación sentimental, en la que existen poco más que el padre ausente y las lecturas.
Yo, desde que nací, no he esperado sino el día pleno, la perfección de la vida; siempre he sabido que la isla y mi primera felicidad no eran sino una imperfecta noche; incluso los deliciosos años junto a mi padre, incluso aquellos atardeceres con ella, eran la noche de la vida. ¡Siempre lo he sabido! Y hoy lo sé más que nunca. Espero todavía que llegue mi día, como un hermano maravilloso, para abrazarme a él y contarle el largo aburrimiento…
Hace falta la llegada de un forastero para que rompa su burbuja. Y llega: la esposa de su padre, Nunziata, una joven napolitana, sencilla y religiosa, apenas un par de años mayor que Arturo. Una chica de barrio, como tantas otras del sur de Italia, que sin embargo supone una revolución en el pequeño mundo del adolescente solitario. Así, mientras el padre sigue con sus viajes, Arturo se queda solo en casa con su madrastra, la primera mujer que entra en el hogar desde la muerte de su madre. Hasta entonces, él ha tenido una perspectiva un tanto contradictoria de las mujeres: el desprecio hacia ellas, inculcado por el padre y los colegas de este, convive en su interior con la dignificación (la beatificación, incluso) de la madre fallecida, el añoro por esa señora a la que no llegó a conocer. Bajo esos aires de chiquillo envalentonado, se nota el dolor por la carencia de la figura maternal. Pero la esposa del padre no puede ocupar ese rol, no cuando él ya es un adolescente. No puede mirarla como a una madre.
... de las otras mujeres podemos librarnos desengañándolas de su amor; pero ¿quién se libra de la madre? Tiene el vicio de la santidad, nunca se cansa de expiar la culpa de haberte concebido y, mientras viva, no te dejará vivir con su «amor». Es lógico: ella, pobre muchacha insignificante, no posee nada más que la consabida culpa de su pasado y de su futuro, y tú, hijo infeliz, eres la única expresión de su destino. No tiene ningún otro objeto al que destinar su amor. ¡Ah!, es un infierno ser querido por quien no ama ni la felicidad ni la vida, ni se ama a sí misma, sino que solo te ama a ti. Y si deseas escapar de esa tiranía, de esa persecución, entonces te llama Judas. ¡Y eres un traidor porque se te ocurre ir por las calles a la conquista del mundo cuando ella desearía tenerte siempre a su lado, en su casa, que solo tiene un cuarto y una cocina!
Nunziata tampoco encaja en el arquetipo de madrastra perversa de los cuentos. Ella, con sus crucifijos y sus buenas intenciones, no le haría daño ni a una mosca. Aun así, Arturo no la recibe con alegría, y no solo por sus prejuicios hacia las mujeres, sino por celos: el idolatrado padre, después de todo, no tiene suficiente con él. La tensión entre Nunziata y Arturo aumenta de forma progresiva. Son, para empezar, polos opuestos: ella, crédula y analfabeta, familiar, práctica, acostumbrada al bullicio del continente; él, cultivado y soñador, huraño, con una vida en la isla, al margen de la sociedad. Ella vive el día a día tal como se presenta, mientras que él se evade de la realidad en su mente. En medio, una creciente atracción: el tabú del deseo hacia la madrastra, la «sustituta» de la madre (pero a la vez una chica de su edad, ignorada por su marido, que no tarda en desentenderse de ella). En Arturo confluyen la fascinación por el mito materno (la única mujer que respeta) y el despertar sexual, salvaje, sucio, violento.
Me parecía imposible conocer la verdadera felicidad de los besos si faltaban los más importantes, los más bonitos y celestiales: los de la madre. Y entonces, para encontrar un poco de consuelo y reposo, imaginaba una escena en la que una madre besaba a su hijo con un afecto casi divino. Y ese hijo era yo. Pero la madre, sin yo quererlo, no se parecía a mi verdadera madre, la del retrato: se parecía a N[unziata].
Otra clave: la violencia. Esto no es un tórrido romance «prohibido», sino una radiografía cruda de las relaciones afectivas, de los abusos hacia la mujer en el contexto de una sociedad patriarcal opresiva (y, encima, por parte de hombres alejados de ellas, más asilvestrados en su trato). La percepción de Arturo con respecto a la madrastra pasa por diversas fases: curiosidad, rechazo, tirantez, seducción, fraternidad, compasión, negación. Por la parte de Nunziata, intuimos sus emociones a través de la narración de Arturo. Ella encarna el papel pasivo, «víctima» en muchos aspectos: en primer lugar, de su familia y su marido, por pactar un matrimonio por interés, como queda claro desde el principio, que la hace desdichada; en segundo lugar, de Arturo, un amigo en ocasiones, pero ante todo un muchacho que piensa en sí mismo, egoísta; por último, de la sociedad, de su condición humilde, por condenarla desde su nacimiento a no tener voz, a no poder formarse, no poder elegir otro tipo de existencia. Aunque el narrador sea masculino, se nota la mirada de la autora, que retrata con reflexiones muy lúcidas el universo femenino y sus conflictos (maternidad, amor, sexualidad, vida doméstica).
Pasado el tiempo, al reflexionar sobre eso, me he preguntado si, en el fondo, aquel discurso no era acertado, al menos en parte… Es posible que yo me creyera enamorado de tal persona, o de dos o tres a la vez, pero que en realidad no amara a ninguna. Lo cierto es que, en general, estaba demasiado enamorado del enamoramiento: esta ha sido siempre mi verdadera pasión.
Como todas las grandes novelas, esta no va solo de una cosa. Además de una obra sobre la tensión sexual entre un chico y su madrastra, hay aquí, quizá por encima de todo, una magnífica historia de aprendizaje, de entrada en el mundo de los adultos. Es fascinante contrastar los primeros capítulos, en los que Arturo habla de sus delirios, con los finales, cuando, de algún modo, despierta a la realidad. El aislamiento actúa como una metáfora (brillante) de la infancia: la isla del niño ignorante, que idealiza al padre (porque no lo ve, lo que contribuye a aumentar su mito), que cree en las fábulas y los libros (pero no sabe qué ocurre en el presente, a su alrededor), que menosprecia a las mujeres (porque aún no las conoce, aún no ha descubierto la pasión). Como en todo relato de iniciación, el desengaño resulta doloroso, pervierte las dulces imaginaciones. Se resume en la máxima «matar al padre»: dejar de creer en las fantasías infantiles y descubrir la identidad oculta de su progenitor. Las leyes que regían su niñez se transgreden; al fin y al cabo, crecer es eso, abrir los ojos. Abandonar la isla.
La sospecha, no la certeza… La vida sigue siendo un misterio. Y yo mismo continúo siendo el principal misterio para mí.

Elsa Morante

Más allá de los contenidos, La isla de Arturo sobresale por el pródigo abanico de recursos de Elsa Morante: los elementos simbólicos (la «leyenda» en torno al caserón y las mujeres, el reloj del padre, la isla misma); los maravillosos juegos del lenguaje del narrador, que dan información entre líneas (como la imposibilidad para él de escribir el nombre de la madrastra, o los adelantamientos de la acción); el uso de una imaginería típicamente «masculina» (comenzando por el tipo de libros que lee el protagonista) para abordar asuntos con el detalle de una perspectiva «femenina»; los personajes que no son lo que parecen o, más bien, no son lo que el narrador cree, al igual que en Mentira y sortilegio; y, por supuesto, su estilo brioso, apasionado, vivaz, colorido, que da cuerpo al ambiente isleño, al mar y sus escenarios memorables. Integra muchas y muy variadas referencias en el relato de Arturo con una sutileza extraordinaria. Historia de historias, una novela de la vida, del amor, de las pulsiones. Su obra maestra. No queda nadie como Elsa Morante.Citas en cursiva, por orden de aparición, de las páginas 37, 217, 167, 270, 426 y 426.