Máscara Asaro
Hay un lugar. Una isla de color, diversidad y violencia. De muerte.
El Ministerio español de Asuntos Exteriores desaconseja visitarla bajo cualquier circunstancia. Sólo 9 lugares del planeta tienen un nivel de peligrosidad tan elevado. El programa de Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos confirmó que su capital era la ciudad más peligrosa del mundo.
Hay un lugar, pues. Una isla inmensa, Nueva Guinea, la mayor del planeta tras Groenlandia, donde el humano instauró el reinado del miedo y del odio. Especialmente en su mitad oriental: Papúa Nueva Guinea.
Las nuevas moléculas que puedan curar el cáncer, servir de antibióticos o desacelerar el envejecimiento, si existen, nos esperan en el intrincado corazón de Nueva Guinea; la última frontera (junto con los fondos marinos).
Es importante señalarlo: hablo de lenguas, no de dialectos. Todas distintas, sin que haya un tronco común. En la isla basta una distancia de apenas 10 kilómetros para que dos comunidades hablen idiomas tan distintos entre sí como lo pueden ser el español y el alemán. Nueva Guinea no es sólo el paraíso de la diversidad biológica; es la mayor reserva de diversidad cultural del mundo.
¡850 idiomas en una sola isla, sin una única lengua troncal definida! Se distinguen no menos de 60 familias de lenguas. Un verdadero tesoro lingüístico. Es poco lo que podemos decir que nos sirva para emparentarlas; su fonética tiende a ser muy simple. Por ejemplo, la lengua con el sistema fonético más pequeño conocido es la “rokota”. Sólo tiene seis consonantes y cinco vocales.
En cambio, el uso de una tonalidad complejísima y una intrincada estructura gramatical salvan esta simplicidad fonética.
Para entenderse, los habitantes de Papúa Nueva Guinea, fundamentalmente en las zonas urbanas, utilizan una lengua franca llamada Pidgin, y los que la hablan son “uantoks” (Una corrupción de la expresión inglesa “one talk”, uno que habla).
La diversidad cultural de Papúa Nueva Guinea (recuerdo: en todo momento nos referiremos a la mitad oriental de la isla) es tal que tan solo podemos poner algunos ejemplos que sorprenderán:
La tribu de los Marind-anim, del río Maro, por ejemplo, se caracteriza por haber sido feroces cazadores de cabezas, ya que creían que el cráneo albergaba un fluido que infundía fuerza y valor. Esta tribu, que posee una rica mitología totemista basada en demonios familiares, permite que las novias tengan relaciones sexuales con miembros de la familia de su esposo antes de acostarse con su cónyuge. Este ritual pueden practicarlo de nuevo poco después de dar a luz.
Si les apetece, supongo. Espero.
Los Baruya adoran al Sol como su padre y creen que la luz del planeta Venus es la madre de todos. Relacionan el fuego con el sol; si una joven ofrece de comer a un hombre que no sea familia alimento que ella misma ha elaborado, le está dando a entender su consentimiento para tener relaciones sexuales. Le conceden una gran importancia a la nariz, a la que atribuyen poderes mágicos. Desde jóvenes se les atraviesa el tabique nasal con una rama de bambú que se irá ensanchando como símbolo de estatus. Las mujeres tienen prohibido golpear a los hombres en la nariz.
Los Baruya, los Marind-anim, los Etoroo los Sambia, entre otros muchos, alejan pronto a los niños de la perniciosa influencia de las mujeres, a las que consideran seres inferiores. Con apenas 10 años los niños sólo conviven entre hombres, y para lavar el oprobio de haber bebido leche materna los preadolescentes se inician (vamos a expresarlo con toda la delicadeza posible) en el contacto oral o rectal con los fluidos varoniles de sus mayores. Hombres y mujeres viven en casas separadas y las relaciones heterosexuales son esporádicas. Consideran el esperma como algo sagrado, que hay que conservar.
La violencia está presente incluso en las celebraciones. El pueblo Melpa muestra una habilidad sorprendente a la hora de maquillar su rostro para las fiestas. Utilizan una técnica que precisa el uso del aceite de una palmera llamada tigaso, que crece a orillas del lago Kubutu, a 130 kilómetros de su territorio. Los hombres, tras una dura marcha de días por junglas, barrancos y ríos tienen que afrontar el mayor de los peligros: los moradores del lago, sus enemigos los Foi, que intentarán matarlos e impedirles conseguir el aceite. Los Melpa se juegan la vida para decorar su rostro.
El pueblo Mundugumor educa a sus niños en y para la violencia. Es muy común que los niños de Papúa se enfrenten con niños de poblados rivales con apenas seis años. La cotidianeidad está emponzoñada por la violencia y el miedo.
Los korowai, en la cuenca del río Brazza, intentan mantenerse a salvo construyendo poblados en las copas de los árboles, a 40 metros de altura. Todos viven en lo alto, hombres y animales. Por cierto; el primer contacto con este pueblo de arquitectos se produjo en 1974. Hasta hace poco practicaban el canibalismo.
Un canibalismo que en Papúa no es raro. El diario The National publicó en 2012 que 28 personas, hombres y mujeres, atacaron a unos brujos que cobraban caro por sus servicios o pedían favores sexuales por el tratamiento. Devoraron crudos sus cerebros, llevaron el hígado y corazón a sus jefes para que adquiriesen poderes y fueran inmunes a las armas de fuego, y prepararon una sopa con los penes.
Los Asaro del valle de Waghi, se enfrentaron al peligro de ser masacrados por un clan rival, más numeroso. En este caso vencieron utilizando la astucia. Eran hábiles fabricando máscaras de arcilla, y sabían de un lugar en el que la arcilla era muy blanca. Durante días se fabricaron las máscaras más horribles imaginables. Utilizaban dientes de cerdo para ofrecer un aspecto más aterrador.
¿Hay excepciones? Siempre. Margaret Mead nos hablaba de los Araspesh, un pueblo pacífico y cariñoso con los niños, su centro de atención. Disfrutan del sexo en condiciones de igualdad entre hombres y mujeres, y en cuanto pueden se desentienden de las obligaciones del mando.
Los niños Araspesh disfrutan de una larga infancia, nada competitiva, en la que todo el poblado velará por lograr un entorno amable y seguro.
Todo este germen de violencia y odio se ha trasladado a las ciudades. El transporte público frecuentemente es asaltado, los taxis no son fiables, hay lugares en concreto donde no está permitida la entrada de los extranjeros, las violaciones son frecuentes y machetes y armas de fuego proliferan por doquier. Las autoridades, si se produce un accidente de tráfico con heridos, recomiendan a los causantes huir del lugar y buscar refugio en una comisaría o entre personas de su etnia.
Toda esta violencia ¿Cómo se explica? ¿Acaso los papúes son crueles por naturaleza?
Pero esta vida es miserable. Por el miedo constante. El odio y la desconfianza empequeñecen los horizontes; y el ser humano, por naturaleza, se alimenta de horizontes por explorar. Esta cultura cruel que deshumaniza al enemigo para poder despreciarlo y, llegado el caso, matarlo, nos constriñe a una existencia vacía en una introspección yerma. De tanto “yo”, “nosotros”, “lo nuestro” frente al “tú” los ojos dejan de ser ventanas abiertas al asombro de lo ajeno, a la sorpresa de la diferencia.
Es algo sobre lo que deberíamos reflexionar, en estos tiempos tristes en los que los miopes nacionalistas pretenden imponernos un estrecho sendero a seguir. Su poca vista no les permite ver que, en realidad, están dando vueltas sobre sus propios pasos. Yo prefiero asomarme a lo lejos, escalar la trinchera Huli y optar por un rumbo azaroso e imprevisto.
Ser en la vida romero,
romero sólo que cruza siempre por caminos nuevos.
Ser en la vida romero,
sin más oficio, sin otro nombre y sin pueblo.
Sólo hay una vida, y no creo que convenga malgastarla buscando peculiaridades genéticas que nos excluyan, excusas históricas para el antagonismo o dogmatismos excluyentes y falaces. Ser en la vida romero, con eso basta.
Sensibles a todo viento
y bajo todos los cielos,
poetas, nunca cantemos
la vida de un mismo pueblo
ni la flor de un solo huerto.
Que sean todos los pueblos
y todos los huertos nuestros
P.S.: Las imágenes que adornan este artículo las he tomado en su mayoría de la exposición “Uantoks”, que puede visitarse en el museo arqueológico regional de Alcalá de Henares hasta el mes de enero de 2018.
Pedro Saura
Lo recomiendo. Es una oportunidad única de ver una máscara Asaro real. Las imágenes fueron tomadas por el catedrático e investigador Pedro Saura, que inició unas expediciones en 1983, adentrándose en las Tierras altas de Papúa Nueva Guinea. Su magnífico trabajo mereció ser portada en la revista National Geographic.Antonio Carrillo