Pedro y Juan son dos policías tan antagónicos que casi pueden servir como representantes de las dos Españas del momento. Pedro es un detective joven y prometedor, que se toma en serio su trabajo e intenta ser cumplidor de la legalidad vigente. Siente grandes suspicacias respecto a su compañero, un policía con un turbio pasado franquista, bebedor y dado a la violencia. Pero, después de todo, hay algo que los une: su aspecto de seres atormentados, nada felices, como si al ejercer la tarea de buscar a dos jóvenes desaparecidas conllevara una especie de condena personal. Quizá porque intuyen que el final del asunto no va a ser nada agradable. Mientras investigan, descubren el microcosmos de un pueblo de la España profunda, donde el único anhelo de la gente más joven es marcharse, porque intuyen que en aquel lugar el futuro es tan inamovible como el pasado. Las imágenes que imprime Alberto Rodríguez a la narración sugieren una violencia latente bajo la superficie de la naturaleza salvaje del lugar, salvo las hermosas tomas aéreas del principio, que evocan la idea de una pureza distante, porque a esas alturas, los hombres parecen hormiguitas. No es raro que un sitio como aquel atraiga a un periodista del periódico El Caso, muy popular en aquella época, quizá la única persona a la que le interesa que el final de la historia sea lo más truculento posible.
Puede que el moraleja de la película sea simple: la mejor manera de atraer a la gente hacia su perdición es apelar a sus más profundos deseos, ya sean estos desaparecer de su pueblo y obtener un trabajo en la Costa del Sol (tierra de la gran promesa en aquel entonces) o tener una pequeña aventura con el muchacho más guapo de los alrededores. Aquí estos deseos sirven como catalizador de la vileza más absoluta. Todo recuerda a la repugnancia de asuntos como el de las niñas de Alcàsser o el de Rocío Wanninkhof, alimentados por el morbo de la gente que desea conocer los menores detalles y recrearse en ellos. En 1980 era El Caso el que cumplía esta labor social. Hoy serían las televisiones privadas las que mandarían a sus mejores profesionales a cubrir el suceso, estableciendo conexiones en directo con el pueblo de las niñas desaparecidas cada cinco minutos para conocer las novedades y tratando de mostrar las imágenes más sórdidas a su público.
La isla mínima es una de las mejores películas que ha dado el cine español en los últimos años. De una factura técnica perfecta, funciona a varios niveles y deja al espectador, cuando abandona la sala, con una dulce sensación de desasosiego. Rodríguez consigue dotar a su historia de un toque muy personal, aunque beba de fuentes tan obvias como el cine de David Lynch o la reciente serie True detective. Si esta producción marca el camino de lo que va a ser nuestro cine en los próximos años, bienvenida sea. Ya iba siendo hora que una nueva hornada de directores empiece a explorar temas distintos a los habituales. Nuestro pasado y nuestras vicisitudes como país son una materia prima excepcional para hilvanar buenas historias.