-AVISO SPOILERS-
Una fantasmagórica aparición se asoma por la ventana trasera de un misterioso coche blanco -siempre es un coche blanco- que conduce un desconocido que podría ser la encarnación misma del mal. La imagen, que parece salida de una película de horror, es de esas que se instalan en nuestras pesadillas. Pocos directores de cine pueden fabricar imágenes así.
En ellas se apoya un discurso sobre la naturaleza del mal. Cuando la Guardia Civil arranca de las marismas los cuerpos ultrajados de dos niñas, sacan a la luz también el lado oscuro de una familia, de un pueblo, de un país y quizás incluso del orden cósmico.
En La isla mínima las imágenes son la única forma de conocer la verdad. Unos fotogramas medio quemados muestran el horror que sufrieron las niñas. La ampliación de ese negativo podría revelar al verdadero mal detrás de todo. Y una foto revela también el pasado oculto de uno de los protagonistas.
Dos detectives, de Madrid, se enfrentan a una sociedad primitiva y hostil ante el extranjero que pretende descubrir sus secretos. Los dos policías se empeñan en atrapar al asesino, sí, pero por razones que no pueden ser más opuestas. Pedro (Raúl Arévalo) representa lo nuevo, la democracia, la luz. Juan (Javier Gutiérrez) busca la redención tras verse obligado a enfrentarse a su propia mortalidad. Su pasado como torturador y asesino le convierte quizás en el más capacitado de los dos para darle caza al monstruo. Juan ha salido de las cloacas del orden anterior y es por eso que sabe -mejor que Pedro- que no puede investigar los asesinatos hasta el final.