Revista Cultura y Ocio

La jaula se ha vuelto pájaro / Una pequeña historia sobre los poetas malditos

Por Calvodemora
La jaula se ha vuelto pájaro / Una pequeña historia sobre los poetas malditos

Lo de los poetas malditos viene de Baudelaire, él tiene la culpa, se le pueden atribuir todas las vidas notables que se malograron por su causa. Luego la idea se ha corrompido y cualquiera se cree maldito o a cualquiera le colocan la pegatina y lo lanzan a las conferencias y al cultivo de su rareza. No es más extraño quien escribe que quien pasea a su perro por las mañanas o acude a la oficina o pone ladrillos. Lo que tal vez sí posean los escritores es cierta conciencia de su enfermedad, la suficiente para convertirla en objeto de su oficio, se ahondan en ella, la subliman, dirigen su entera existencia a ese propósito lírico y, en casos extremos, cancelanlo prosaico, se esmeran en lo etéreo y acaban sacrificándose, metafórica o literalmente, nunca mejor dicho. Creen, en su delirio, habitar un mundo más elevado que el corriente, un mundo en perenne vértigo, enfebrecido y loco, de poco o ningún asiento en lo real. El poeta, el maldito, más propiamente, sólo tiene ese idilio: el de su responsabilidad con la parte invisible de las cosas, el de sí mismo alojado en el centro exacto del cosmos, ungido por el éter, comprometido con los secretos sólo a él revelados, no al común de los morrales, el que está ciego al numen, el prescindible en el relato trascendente del mundo. Una parte de ese mundo aplaude la locura de esos elegidos, la ensalzan, pero otra la censura, sostiene fieramente que la poesía no nos salvará. Estuvo siempre el aliento poético mal visto, sus obradores apartados, como apestados, enfermos, livianos de carácter, inútiles para otros desempeños de más hondo calado. Queda a beneficio de avisados el deleite de esa obra mayúscula, pero no se prestigia el aviso, la noticia de que la poesía importa, incluso la maldito, que es una especie de ruleta rusa en la que el jugadorarriesga que se le vuele la cabeza en un turno malo. Una buena parte de la literatura se cuenta en el relato de las manos victoriosas, todas en las que la bala no se aplicó con su voracidad invariable. Al poeta maldito se le consigna a veces otras manifestaciones espureas del arte: el malditismo ha fascinado a pintores, músicos, actores...Vieron en él una coartada artística o social o intelectual o moral. No hay que confundir malditismo con mediocridad o con nulidad. Hay que ser bueno en esas disciplinas para que la etiqueta, la tóxica, cuadre bien y cree escuela. Para ser maldito hay que leer mucho, pero conviene también aplazar la vida libresca y sumergirse en la sensible, en la de las calles, con su trajín bastardo y su elocuencia divina. 
La jaula se ha vuelto pájaro / Una pequeña historia sobre los poetas malditos

Alejandra PizarnikAlejandra Pizarnik es la primera poetisa maldita que he pensado. Podía haber caído en la cuenta de los Panero o de Bukowski o de Emily Dickinson. Los cuatro franceses, Artaud, Mallarmé, Rimbaud y Verlaine, podrían satisfacer cualquier intento de contar qué es ser maldito, pero la Pizarnik (a mi amigo P. le gustaba decir la Pizanirk) es mi favorita. No sabía de pájaros, ni de fuego, pero su alma volaba y su cabeza ardía. Creo que fueron 50 pastillas de Seconal lo que se metió cuando el alma voló demasiado alto o cuando la cabeza ardió y no supo o no quiso apagarla. Me viene ahora (escribo de memoria, no ando escribiendo ninguna biografía, sólo improviso) que le encantaba el sexo, el de su género y el del contrario; que estudiaba volcánicamente, sin orden, por encontrar los secretos de la existencia o por estar cerca de quienes los descubrieron; que Cortázar cuidó de ella y ella no se dejó cuidar; que Octavio Paz dijo que era libre como no lo fue nadie; que leía con voracidad a Novalis y que esa afición hizo que yo lo leyese también hace muchos veranos. Sé ésas y más cosas, pero me duele entrar en ellas, me afecta, siento que su padecimiento es el de cualquiera que haya sentido la fragilidad del mundo y se haya creído la suya propia. Hay una línea que une al que la lee con ella misma, aunque hace casi cincuenta años que no esté en el mundo. Leer poesía (leer, en general) es convertirse en poeta. Uno se reconstituye en poeta cuando el poema se impregna y se ven sus costuras, el abismo que ha abierto delante nuestra. Los de la Pizarnik son poemas malditos porque hablan de la locura y de la muerte, expresan con absoluta veracidad el compromiso interior con el desfallecimiento, con la enfermedad, con el roto pulso del corazón de las cosas, por decirlo un poco a su manera. La Pizarnik fue obscena de primera mano, no fue influida por los libros, la inspiró el Paris surrealista, el fallecimiento de su padre (asunto capital en su vida) y el veneno de la carne, el mismo que cantaba Baudelaire en Las Flores del Mal, el poeta embriagado, el atormentado, el volcado en cuerpo y en alma en dejarse perturbar, en aceptar que únicamente en ese estado de perturbación la vida es soportable y la escritura, la que no nace de la felicidad, puede acometerse sin pudor, libre, libre como hasta entonces nadie lo había sido tampoco. Borges dejó escrito que su destino era literario: que lo malo que cruzara su existencia se convertiría tarde o temprano en palabras, que la felicidad era un fin en sí mismo y no era preciso de ninguna manera contarla, verterla en párrafos o en estrofas. Hace falta estar un poco ido para que los demás digan que se está de verdad maldito. Quizá no valga la pena. Hay poetas de poco recorrido que tuvieron vidas excéntricas, de las cultivadas a conciencia para adquirir la experiencia que produjese los versos más perturbadores. No vale la pena la poesía si la alumbra el desquicio: no vale la pena escribirla, sostengo. Otro asunto es asomarse a quienes perdieron la cordura o la dejaron atrás y acometieron la empresa de escribir sobre sí mismos y sobre el mal que los devasta. Se asoma uno con cuidado, teme caer, cree que podría ser posible abatirse, abrazar las causas terribles que exhibieron ellos, los malditos. Leí a Baudelaire cuando estudiaba en la Universidad. Es la época perfecta. En ella se concilia el descubrimiento del mundo, el del amor más puro, el del sexo más sucio y el del ansia por saberlo todo y en todo tener opinión y parte. Que ahí, en esa fiebre, entre Baudelaire o Artaud o Leopoldo María Panero (al que leí muchos años después) puede pasar factura o puede integrarse en el arrimo de todas esas otras cosas que conforman la personalidad de uno, la que más tarde paseará en la edad más adulta, cuando se hace uno responsable, se casa, trae hijos al mundo y trabaja lo mejor que puede de nueve a dos. Un poeta, maldito o no, no descansa, trabaja a destajo, tiene la responsabilidad de contar el mundo, a él se le encomendó la restitución de lo invisible, todo lo que no aflora y florece. 


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