La ley de godwin

Publicado el 19 noviembre 2012 por Francescbon @francescbon
No hago más, últimamente, que ver mencionada la Ley de Godwin por todos lados; como si fuese ya un fin en sí misma, la ley de Godwin acabará generando una Ley de Godwin 2.0 que resolverá que todas las discusiones que elevan su tono la acaban mencionando. Yo diría que la Ley de Godwin 2.0 marcará un hito en la humanidad. Cerrará todos los bucles habidos y por haber, resolverá las dudas en forma de magistral colofón, y todo se habrá acabado. Es más, desde aquí predigo que la Ley de Godwin 2.0 será , con toda seguridad, enunciada el 21 de diciembre de 2012. Y bueno, después de mencionarla cinco veces en seis líneas, habrá que saber en qué consiste, no?. Pues ya debo haberla descrito aquí: la ley Godwin estipula que en una discusión o una argumentación sobre un tema cualquiera, la probabilidad de que, conforme esta avanza, se acabe mencionando a Hitler o el nazismo tiende a 1. O sea, que se menciona por cojones. Con el tema de las elecciones para las que falta justo una semana cuando escribo ésto, las menciones son de lo más socorridas y adaptables a los fines que uno se proponga. Y sabemos que un político será lo bastante hábil para acercar la conversación hacia el punto crítico en que mencionar a Hitler surja el efecto deseado. Según el lado del que cada uno esté alineado, se nos ha comparado a la turba (de la que formo parte) de los catalanes terriblemente ofensivos y agresivos que pedimos que se nos deje decidir sobre su futuro, con criminales nazis o con torturados judíos. O sea: hemos conseguido estar en los dos lados al mismo tiempo. Eso si es ubicuidad: según quien nos pinta como verdugos o como ajusticiados. Se oyen chorradas de lo más pintorescas saliendo de bocas de individuos de los que uno esperaría otras cosas. Bueno, o no.Entonces no es nada extraño que a uno le tienten los libros sobre el nazismo. Joder, si es como estar oyendo grifos abiertos: te entran ganas de mear, inaguantables. Encima, la relación de libros que me envió Horacio incluía este libro que despertó una curiosidad inmediata. Enzensberger es uno de esos escritores alemanes de largo recorrido: y su libro es muy alemán en el sentido de presentarse de forma muy completa y detallada; bibliografía, notas de agradecimiento, relación de personas mencionadas, árbol genealógico, fotografías en un hipersobrio blanco y negro. De todo para completar esta especie de biografía sobre la familia Hammerstein, cuyo patriarca, militar de prestigio que desde los años 30 se alinea hábilmente contra el nazismo, se constituye en personaje central, aglutinando amistades, conocidos, hijos e hijas díscolos y con amistades y posiciones políticas sumamente arriesgadas, en fin, todo lo necesario para hacer de su lectura una estimulante lección de historia, un interesante (aunque prolongado, más de 350 páginas) documento en el que se abarca desde el final de la Primera Guerra Mundial, la cuestión de la República de Weimar, la curiosa amistad germano-rusa (que acabó como el rosario de la aurora) y, obviamente, el aparatoso ascenso de los nazis al poder y su siniestro proceder desde entonces. Acabado el nazismo, el libro no para: las vidas de los supervivientes transcurren en idéntica sintonía de escasa aceptación del mundo tal como se les presentaba. Ningún miembro de la familia abrazó el nazismo y ninguno de ellos fue un elemento cómodo para el poder establecido, fuera este del signo que fuera. Algo en este libro, como la relativa libertad al imaginar diálogos y situaciones, lo acerca al magnífico HHhH de Laurent Binet, del que ya hablé. Y encima, por si ello no fuera suficiente, tres detalles dispersos en sus páginas activan varios mecanismos recónditos en mi memoria: la palabra affidavit, el nombre Kai, que veo mencionado por primera vez y resulta ser el que Víctor Valdés ha elegido para su segundo hijo (tras llamar Dylan al primero), y la mención oportuna y casual siguiente libro en mi pila: el de Kluge, aquí a la derecha. No tanta coincidencia como para enunciar una ley, pero sí como para esbozar una sonrisa cómplice, una vez más, dirigida hacia nadie.