Quizás leer en un avión a Jorge Ibargüengoitia (1928, Guanajuato, México-1983, Mejorada del Campo, Madrid), que murió en un accidente aéreo, pueda considerarse un homenaje o un acto temerario. Y en mi caso creo que ha sido más bien lo segundo, porque –después de acabar con Maten al león– leí entero este libro en el aire, en el vuelo de Dallas a Madrid, en vez de dormir. Lo que ha contribuido a que después de una semana aún siga teniendo jet lag; y que bajo sus premisas me despierte a las 4 de la mañana con nula capacidad de continuación hasta las 7 (las 10 de la noche en San Francisco), momento en el que me vuelve a entrar sueño.
La ley de Herodes es el único libro de relatos que Ibargüengoitia publicó como tal (aunque mi amigo –a estas alturas ya personaje del blog– el escritor mexicano Federico Guzmán Rubio me ha comentado que muchas de sus crónicas periodísticas son muy parecidas a estos relatos). El libro está formado por 11 textos de marcado carácter autobiográfico. La unidad compositiva de todos los relatos es muy fuerte; en ellos nos encontramos siempre con una voz narrativa en primera persona, que el lector asume que es en todos los casos la misma y que además se correspondería con la del propio autor. Esta última sospecha es más que razonable al encontrarnos en los relatos, en varias ocasiones, con que los demás personajes implicados en la historia se dirigen al narrador llamándole Jorge o bien Ibargüengoitia. Por ejemplo: En el tercer cuento: “Ella salió de entre la multitud y me puso una mano en el antebrazo. ‘Jorge’ me dijo” (pág. 23) En el séptimo cuento: “Pues imagínese, señor Ibargüengoitia –me dijo doña Amalia–, que ya el abogado tiene los papeles y órdenes de embargo” (pág. 66). En el décimo cuento: “¿No me dijeron que iban a San Antonio? ¡Me han engañado! Yo les di aquella carta creyendo que los Ibargüengoitia eran gente decente” (pág. 124).
Además, nos encontramos con sucesos narrados que fácilmente se pueden relacionar con la propia vida del autor; como las gestiones que tiene que realizar para conseguir alguna de las becas que le concedieron diversas fundaciones, o los momentos en los que habla de su actividad literaria o resulta ganador de un importante premio.
Los cuentos tienen (además de la unidad de voz narrativa) bastantes características comunes. Una de las más claras, que asalta al lector nada más empezar el primer párrafo de cada composición, es que el autor siempre se adelanta a lo narrado. Ibargüengoitia nos expone alguna de las consecuencias de lo que le ha ocurrido, y luego nos explica cómo sucedieron los hechos para llegar hasta allí. Así empieza el primer cuento: “El episodio cinematográfico sucedió hace cuatro años. Yo estaba embargado y mi aventura con Ángela Darley había entrado en una etapa negra. Una noche me salí de su casa olvidando, o mejor dicho, fingiendo olvidar, la cabeza etrusca que ella me había regalado después de tantos ruegos de mi parte. Yo estaba furioso porque ella había insistido en leer las líneas de la mano del joven Arroyo y le había dicho lo mismo que me había dicho a mí tres años antes” (pág. 9).
La mayoría de los cuentos están escritos con mucha ironía, no exenta de sarcasmo, y suelen reflejar momentos de apuro o de frustración que acontecen al narrador. Estos fracasos son en muchos casos sexuales; como ya se deja ver en el párrafo que he transcrito arriba, correspondiente al comienzo del cuento titulado El episodio cinematográfico. Bajo el impulso narrativo comentado se podría incluir un cuento que reveladoramente se titula La mujer que no, y también La vela perpetua, ¿Quién se lleva a Blanca? y posiblemente What became of Pampa Hash? Estos cuentos podrían interpretarse también como una crítica a unas costumbres sociales, en torno al sexo, que el autor encuentra anticuadas y poco naturales (nada de sexo antes del matrimonio, etc.) y que no acaban de solucionarse al poder relacionarse con la extranjera Pampa Hash del quinto cuento señalado, donde la mexicanidad ejercida por Ibargüengoitia acaba chocando con las costumbres foráneas.
Otros cuentos critican la corrupción de las instituciones; y aquí destacaría la frustración que provoca al autor comprar un terreno que perteneció a la Iglesia, o la posibilidad de que le embarguen la casa –que construye en ese terreno– los usureros que le hicieron un préstamo. El primer cuento sería Manos muertas (“Como las órdenes religiosas no tienen derecho a tener propiedades y sin embargo las tienen, cada orden nombra depositario a una persona de honorabilidad reconocida y catolicismo a prueba de bomba. La función del depositario consiste en hacer fraude a la Nación fingiéndose propietario de algo que es de la orden”, pág. 41), y el segundo Mis embargos (“Doña Amalia tuvo la culpa de que yo no le pagara, por no presentarse a tiempo a cobrar, porque no le convenía que yo le pagara; porque no andaba tras de su dinero, sino de mi casa”, pág. 64).
Si bien en muchos cuentos el tono es irónico, o incluso sarcástico –como ya he apuntado– y en cierto modo, aunque el narrador acaba siendo el perjudicado, son narraciones con un trasfondo picaresco (“Los domingos, invitaba a una docena de personas a comer a mi casa y les decía a todos: —Traigan un platillo. Con las sobras comíamos el resto de la semana”, pág. 63 del cuento Mis embargos); hay otros momentos –y el más señalado es la narración Cuento del canario, las pinzas y los tres muertos– en que el tono se vuelve más serio y emotivo. En el cuento citado, Ibargüengoitia nos describe sus diversas reacciones ante gente que llama a su puerta para pedir dinero; mendigos o desconocidos que dicen representar a algún trabajador relacionado con la casa… y ante los que se finge ingenuo y crédulo porque prefiere condescender y ayudarlos a cerrarles la puerta.
Quizás más que en los otros libros que llevo leídos de este autor –siendo siempre una característica de su estilo– en La ley de Herodes el uso del lenguaje oral es más acusado.
Voy a destacar dos cuentos. El primero sería Conversaciones con Bloomsbury, donde el narrador nos acerca a Bloomsbury, un gringo que llega a México, representando a una fundación, con la idea de ayudar a escritores locales, y cómo ninguno de ellos quiere relacionarse con él porque le consideran un espía de la CIA. Este cuento, de un libro publicado en 1967, me ha recordado mucho a algunas páginas de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, publicado en 1998. Aunque Bolaño nunca cita a Ibargüengoitia en Entre paréntesis, estoy seguro de que había leído sus libros en su etapa mexicana y La ley de Herodes y otras obras de este autor influyeron en su obra. También me parece claro que el estilo irónico, nostálgico y chistoso de Ibargüengoitia ha influido en el escritor mexicano Juan Villoro.
El otro cuento sería Falta de espíritu scout, donde Ibargüengoitia nos conduce a sus 12 años y a su pasado scout, organización que acabará expulsándole de sus filas por cuestionar su competencia. El ansia de mando de Nicodemus, el jefe scout, parece quedarse grabada en el espíritu del niño Ibargüengoitia, y aflorar, años después, en una obra que en gran parte es una gran burla de los dictadores.
La próxima semana ya no hablaré de Jorge Ibargüengoitia, aquí se acaban las lecturas que realicé durante mi viaje a San Francisco. Pero aún tengo en casa sin leer Los relámpagos de agosto y Los pasos de López, libros a los que no creo que tarde mucho en acercarme y a los que uniré la compra de Dos crímenes, para así leer la obra narrativa completa de este destacado autor mexicano.