Al respecto*, habría que partir de que la ley es una invención humana para no depender de la selva, de las bestias. En un mundo sin leyes, los fuertes y violentos impondrían la suya. Y para evitarlo, el invento de la ley nos protege de la violencia de los otros, de los fuertes, de las bestias, de los tiranos. Y posibilita el Derecho, un ordenamiento legal de derechos, deberes y sanciones, con el que la ley constriñe la violencia de cada uno y nos disuade para que vivamos libremente persiguiendo nuestros proyectos de vida personales, propiciando, al mismo tiempo, actos de cooperación y proyectos colectivos de progreso social y económico.
Es, por tanto, el imperio de la ley lo que propicia la libertad y la capacidad del hombre para realizar sus acciones y desarrollar su plan de vida. Tal libertad, sin embargo, no es absoluta por culpa de la propia ley, pero sin ella no habría ninguna libertad, sino anarquía y la incertidumbre de lo selvático. Por eso, y porque las leyes son susceptibles de modificarse mediante procedimientos contemplados en la propia ley, deberíamos mostrarnos respetuosos siempre con las leyes por sí mismas y porque, aunque nos desagraden o nos impongan limitaciones, garantizan nuestros derechos, un cierto orden racional y los compromisos de convivencia pacífica en sociedad. Si esto no es libertad, no sé yo qué será tal cosa.____* Para esta entrada me baso en el artículo La ley y la libertad, de Francisco J. Laporta, publicado en la revista Claves de razón práctica, nº 262, de enero/febrero 2019.