La leyenda de Eneas

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

cartel de la película de 1962

Cuando llegamos a Madrid, mi padre me matriculó en un colegio para hijos de marinos, que se llamaba Virgen del Mar. La filosofía del colegio pretendía recoger los principios de la famosa educación británica y trasladarla a tierras ibéricas, pero su equipo docente, formado por vejestorios y reservistas, no estaba en condiciones de aplicar más pedagogía que la del aburrimiento, el inmovilismo y la mano dura.

Sin embargo, el segundo año que estuve en el colegio, un rayo de modernidad penetró tanto en sus firmes y gruesos muros como en los anquilosados cerebros del director y su claustro. No sé si por voluntad propia o por imposición legal, aquel curso se organizaron unos talleres artísticos en horas extraescolares.

Yo me apunté al curso de cine. Nuestro profesor, don José Luis, pero llamadme sólo Jose, era estudiante de la escuela de arte dramático y había sido seleccionado en una dura pugna entre el resquemor que levantaba su juventud y el respeto que imponían los galones de su padre, que era contralmirante, y que, finalmente, acabaron imponiéndose. Aparte de este pequeño defecto, don José Luis me parecía un buen profesor. A lo largo del curso nos habló de lo que era el cine, de sus orígenes, de los distintos géneros, los recursos de los cineastas para lograr los efectos deseados, los movimientos de las cámaras, etc., etc. A mí todo aquello me parecía fascinante, acostumbrado, como estaba, a pensar que las películas se hacían poniendo un cristal delante de la realidad y filmando. La debilidad de Janfri, que así empezamos a llamarlo, era el cine negro, en especial las películas de su homónimo Humphrey Bogart, y nos animaba a ir al cine cada vez que pudiéramos, para comprobar y aplicar lo aprendido. Nos decía que para ver una película era menester ser objetivo, distanciarse del argumento y valorarla con ojos de profesional. A veces, nos recomendaba alguna en concreto (que el taller, por escasez de presupuesto, no podía proporcionar) y que después comentábamos en una especie de cine fórum arcaico.

Duró el curso apenas un trimestre, el tiempo que necesitó el director del colegio para decidir que el experimento de modernización había sido un fracaso, o tal vez para darse cuenta de era demasiado peligroso. Y don José Luis, alias Janfri, simplemente Jose, hubo de renunciar a transmitirnos su pasión por el cine, aunque afortunadamente no lo despidieron porque por aquellas fechas se jubiló algún profesor o quizá lo encontraron momificado en su despacho, no recuerdo bien, y también porque los galones de un contraalmirante son muchos galones.

De aquel ensayo frustrado sólo me quedó el interés por el séptimo arte y, en virtud de su influjo, cada vez que podía arrastraba al cine a algunos de mis amigos del barrio. Nuestros cines favoritos eran el Lido y el Europa, en la calle Bravo Murillo, enormes salas con butacas de madera y tapicería granate, desgastadas por el roce de infinitos traseros, olorosas a meados y otras inmundicias y, más de una, acuchillada por algún aprendiz de navajero.

En aquellos cines se proyectaban dos películas en sesión continua por el módico precio de tres duros, que parece poco pero que a mí me costaba mucho conseguir pues la filosofía educativa de mi padre era, más que británica, fenicia. Y mis amigos no estaban mejor que yo. Para disminuir los costes solíamos irnos andando en lugar de coger el autobús, que costaba otros dos duros. Así que entre la caminata de ida, la de vuelta y las dos películas se nos iban, de barato, seis horas; o sea, toda una tarde de sábado. Nuestras películas preferidas eran, por este orden, las del oeste, las de espadas y las de piratas. El bueno de Janfri se habría sentido decepcionado conmigo por el ostracismo al que había condenado a sus investigadores privados y sus gansters en blanco y negro.

Por cierto que el cine fue la causa de uno de los mayores enfados que le recuerdo a mi padre. Había ido en aquella ocasión con mi amigo Juanito, a quien, dado su parecido con los caballos, lo apodábamos Furia, para ver La leyenda de Eneas, del género “una de romanos”, que la proyectaban después de un rollo sobre un canguro aventurero. La película me gustó tanto que me quedé a la siguiente sesión, pese a tener que tragarme nuevamente la del canguro. Eso sí, me quedé solo, porque a Furia no le atraía la idea y se largó. En la oscuridad de la sala y siguiendo las peripecias de un Eneas con barba y muy cachas, que se partía el pecho con quien fuera para mantener a las sabinas en su poblado, las horas se me pasaron sin sentirlas. Cuando salí era ya de noche, y tan tarde que me asusté. Como no tenía dinero para el autobús, eché a andar a paso rápido Bravo Murillo adelante. Las tiendas estaban todas cerradas y los pocos peatones que me cruzaba se me hacían sospechosos. Más allá de la Plaza de Castilla me metí, por atajar, por los descampados donde estaban haciendo las obras de la M-30. Caminaba deprisa, casi a oscuras, entre materiales de construcción, máquinas silenciosas, estructuras de metal y puentes a medio alzar, saltando cuanta valla o parapeto se me ponía por delante y preocupado por la hora. Detrás de una caseta provisional, de esas que emplean los obreros para guardar el bocadillo y cambiarse la ropa, me salió al paso un perro no muy grande, pero que ladraba tan recio que me hizo dar un respingo y salir corriendo hacia una valla cercana. En la precipitación, tropecé con algo y caí al suelo. Al levantarme, el perro me alcanzó e hizo presa en un pernil de los vaqueros. Me zarandeaba y regruñía, con la tela entre los dientes. El corazón me latía alocadamente pero de alguna manera me rehíce, le arreé con una tabla en el hocico y aproveché el momento para encaramarme a la valla y saltar al otro lado. Andaba de prisa, sudando, algo aturdido y con los ladridos del perro resonando en mis oídos. Un poco más allá me metí en una superficie blanda, como una mezcla a medio secar, hudiéndome en ella hasta los calcañares. En el afán por salir perdí un zapato, que no pude recuperar pese a meter varias veces las manos profundamente. Cuando llegué a casa, semidescalzo, sucio, con el pantalón roto y el pie derecho herido, mi padre me recibió con una patada en el culo y una semana de castigo pues, preocupado por mi tardanza, había llamado hasta a la policía.

Cumplí el castigo íntegro y, durante unos días, las cosas estuvieron algo tensas en casa, pero La leyenda de Eneas no la he olvidado.

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