Barriendo con la mirada diviso la ciudad de Cáceres desde
el campanario de su concatedral de Santa María retrepada en sus colinas mostrando su silueta gallarda y espigada en las
agujas de las iglesias y atalayas, con su aroma medieval de ocre y añeja
divisa.Si la subida ha sido larga y penosa, el descenso siempre se hace
peligroso, girando en espiral sobre la
escalera de caracol que como un extraño dominó se extiende encajonada en un oscuro
túnel que pasa por puertas de misteriosos archivos, un túnel que, a tramos, se desahoga en
misteriosos rellanos donde habitan santos remotos, se perfilan en la luz armarios con
casullas y libros de coro de bellas láminas esperando en
su atril.Las entrañas de la concatedral se retuercen en laberintos
y esquinazos sombríos suavizados por algunas pinturas y tallas hechas por fiel
devoción de un pueblo que puntual acude a sus plegarias y que nos habla de la
sustancia rural de Cáceres, siglos atrás, que desde sus torres vigilaban, dignas
y paternales, una sociedad donde vivían caballeros
y pastores, sencilla y feudal.