Revista Empresa

La leyenda del rockero hippie (Mentiras urbanas)de Carlos Fernando Carmona Bermúdez

Por Manuelgross
Patricio Encalada Miguel acostumbraba a usar un chaleco grueso. Se lo había tejido su abuela a título de nada y aunque no sentía mayor afecto por la veterana, el regalo le daba un aire de rockero hippie que le gustaba. Fue por ello que esa noche un tanto cálida de abril salió ?tan? abrigado a la calle. No era tarde, pero aún así lo único que sonaba en la calle era el sonido de sus bototos aplastando la grava mientras avanzaba hacia ?El Hoyo?, el punto de eterna reunión de los borrachos y no tanto de aquel sector de Quillota, donde generaciones habían bebido y otras tantas beberían en futuros tiempo impensados. Miguel ni siquiera quiso silbar, el silencio de esa noche le venía bien y supuso que, cosa extraña, deseaba estar desagitado. En ?El Hoyo? se encontró con los de siempre, ni vale la pena nombrarlos. Guatones, chascones y una larga lista de animales eran los apodos que abundaban en ese reino de fauna sedienta. Alguien tenía mil, otro 500. Daba lo mismo, permitía juntar para unas cuentas chelas y relajar el bajón post pito. Un rito sagrado era tener algo qué beber a la hora del bajón, y la ?vaca? nunca alcanzaba para algo más rendidor que la cerveza. Casi alcanzó una para cada uno y, curiosamente, esa noche la cantidad podía ser cercana hartas, bastantes o, al menos, suficientes. La Plazuela O?Higgins estaba sólo a unos cuantos pasos. Con pasto, árboles y el suficiente ramaje para que la luz alumbrara poco o nada. Otro rito sagrado era fumar a oscuras, mal que mal, nadie entendería su relación con la cannabis y lo tildarían de vulgar marihuanero. Nada menos adecuado para un rockero, por muy hippie que se sintiera con su chaleco de tres kilos. Dentro de la manada había quien sabía hacer los pitos a dos manos, mojarlos con los párpados y fumarlos por las orejas. Era una leyenda su experticia y siempre era necesario que la americana pasara por él de último, de otra forma el resto de dedicaría a mirar como el pitillo se consumía de una sola chupada. Las leyendas deben ser respetadas, por mucho que parezcan increíbles. Por lo mismo Miguel se aseguró una buena posición dentro del círculo, a la vuelta de reloj de quien reparte, para alcanzar de segundo. Si bien le gustaba sentir el paso del tren, se acomodó de espalda a la línea, en el que quizás era el punto más sombrío de toda la plaza. Tras agazaparse se sintió bien y recordó que esa noche deseaba estar particularmente tranquilo, sin sobresaltos. Recibió ansioso el pito y aspiró con fuerza. Aunque tenía bastante experiencia siempre debía hacer un enorme esfuerzo por evitar la tos, y esa vez no fue la excepción. En ocasiones le decían ?El Pulmón Virgen?, molestándolo por su delicadeza, pero él mentía asegurando que el apodo se lo habían puesto de niño por lo bueno para correr. Era bueno, en efecto, pero realmente nadie creía que tanto. ** La señora Mirtha tenía tantos años como hijos, nietos y bisnietos. No se sabía a ciencia cierta desde cuándo estaba viva y habitaba su enmarañada casa de la Villa Coopreval. En el jardín era inconmensurable la cantidad de macetas, jardineras y plantas, tantas como décadas acarreaba en el cuerpo, las cuales se enredaban unas con otras con una espesura tal que las ramas devoraban la reja, la puerta y quizás hasta ella misma. Un día hubo luz en ese jardín, pero eso fue hace mucho tiempo, mucho antes que llegaran las plantas y ocultaran todo tras su follaje húmedo. La vieja tenía mal genio, nadie lo dudaba. Se hacía acompañar de un perro pardo gigante, un monstruo bastardo que respondía sólo a ella y que a todo el resto le mostraba su cara de ningún amigo y, de tanto en vez, también los dientes, enormes, negruzcos y babosos. Mirtha había ido a un funeral hacía varios meses y se especulaba que le restaba acudir sólo al suyo. No tenía amigos y su familión venía sólo rara vez, para presentar un nuevo nieto o bisnieto. A la vieja y a su perro le cargaban los marihuaneros, sobre todo ?ese cabro Miguel?. Había jurado mil veces que lo haría pagar por su indecencia y cuando lo miraba, hasta entrecerraba un ojo y se le torcía la boca arrugada y peluda, muy parecida a la del quiltro mutante. ** Miguel veía el mundo de colores y escuchaba todo en cámara lenta. Había fumado poco, pero en su fuero más conciente sentía que no había sido lo de costumbre, pues estaba más alegre, despreocupado y ciertamente volado que en otras oportunidades. Miraba cautivado la punta brillante de sus bototos pulcramente lustrados y nada parecía sacarlo de esa sensación que tanto ambicionaba esa noche: tranquilidad. Quizás por ello no vio la entrada de la policía por las cuatro calles de la Plazuela O?Higgins. Cuando se dio cuenta, pensó que era una entrada muy similar a la que vivió el propio Bernardo mientras estuvo acorralado en Rancagua. ?Debo seguir su ejemplo y ser un héroe?, se dijo a si mismo mientras los efectivos atrapaban a dos monos, un perro y tres canarios, parte del zoológico de jóvenes que junto a él consumían la yerba y la cerveza. ?Debo saltar por sobre el enemigo?, se repitió en la cabeza mientras la policía pateaba botellas e intentaba que nadie escapara. ?Debo correr?, se convenció. Miguel se olvidó del brillo de sus bototos, los cien metros de chaleco, y se echó a correr, tan rápido como nunca nadie había visto. Corrió con zancadas enormes, pasando sobre arbustos y policías, volando por encima de sus compañeros de juerga, dejando una estela, sacudiendo la casa doña Mirtha con sus trancos gigantes. Tras él escuchaba insultos, groserías y amenazas, pero no se detuvo. Tras su centellante arrebato de velocidad podía escuchar el ulular de las sirenas y el rugido de las motos todo terreno, pero no se intimidó. Miguel corrió aún más de prisa, hasta la línea y por allí enfiló hacia el sur, contando y calculando los pasos para que los durmientes del camino férreo fueran un puente y no un estorbo. Podía jurar que mientras huía sus amigos le hacían barra? o tal vez le pedían ayuda pero ni eso lo hizo aminorar el frenesí. Alguien a bordo de una moto rozó su brazo, pero Miguel siguió con el escape. Sintió un golpe de luma por la espalda, pero ni así se detuvo. Podía darse cuenta cómo su cuerpo se mojaba, se ahogaba, se derretía con tanto esfuerzo, aprisionado en el chaleco grueso como alfombra, pero tampoco frenó. El parte policial dijo que durante la redada hubo 18 detenidos por consumo de drogas y alcohol en la vía pública. El informe no dijo nada de Miguel. Ahí en la lista de capturados estaba todo el establo, la granja de animales que pululaba por el hoyo, pero del rockero hippie ni una luz, ni una pista, nadie supo nada La leyenda dice que Miguel corrió tanto, tan lejos y rápido, que no pudo volver y se perdió, vivió en otra ciudad o llegó hasta China. Otros dicen que huyendo de la policía saltó hacia unas zarzamoras, donde quedó atrapado por culpa de su chaleco de veinte ovejas y no logró volver a salir. Los más exagerados aseguran que allí fue devorado por ratas y arañas. Un osado relator de cuentos dice que en su carrerón Miguel fue atrapado por las plantas de la señora Mirtha y tragado para siempre entre sus sombras. Un borracho afirma, simplemente, que Miguel nunca estuvo allí? pero estaba? y nunca volvió. Y aunque lo buscaron, echaron de menos y recordaron por un tiempo, finalmente el rito sacro de la yerba y la cerveza continuó sin él, y Miguel pasó a ser simplemente una leyenda. ** Dos días después de la acción policial el perro gigante de la señora Mirtha murió. Lo encontraron tirado entre el murallón de plantas, asomando su cabeza fuera de la reja, hacia la calle. Dicen que estaba reventado, con la panza hinchada y abierta como ?una prieta frita?. No pasó mucho tiempo, horas, días o quizás sólo segundos antes que la vieja siguiera el camino del perro. Quien la vistió para ponerla dentro del cajón jura que el cadáver de la anciana sonreía. Aún así su funeral fue a puerta cerradas, con el sonido del tren como fondo, opacando el rumor de una historia que suena a susurros entre los rincones de la Plazuela O?Higgins y ?El Hoyo?, desde hace mil generaciones y quién sabe hasta cuando. (Dedicado a quienes corrieron conmigo)

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