Andreas Kartak fue un minero polaco que, buscando mejorar su fortuna, se estableció hace años en Francia. Tras unas peripecias nebulosas, donde la mala suerte y un crimen se aliaron para hundirlo, ha acabado siendo un clochard que sobrevive, alcoholizado y sin trabajo, bajo los puentes del río Sena. Pero cuando la novela se inicia recibe una inesperada visita: un atildado caballero se acerca hasta él y le tiende doscientos francos como ayuda. El clochard se muestra más bien renuente a la aceptación de ese auxilio, con argumentos tan sólidos como elegantemente expresados (“No puedo aceptar el dinero que me ofrece, y ello por varias razones; en primer lugar, porque no tengo el placer de conocerle; en segundo lugar, porque no sé cómo ni cuándo podría devolvérselo; y, en tercer lugar, porque usted tampoco tiene la posibilidad de reclamármelo, al carecer yo de domicilio fijo. Casi a diario me establezco bajo un puente diferente de este río. A pesar de todo ello, y aun careciendo de domicilio fijo, como ya le he dicho, soy un hombre de honor”, p.22). Pero el caballero le dice que puede devolver el dinero el domingo que desee, acercándole el importe al cura de la capilla de Sainte Marie des Batignolles: se trata de una especie de préstamo de la santa.A partir de ese momento, todo lo que comienza a sucederle a Andreas se reviste con los ropajes de la anomalía: le ofrecen un empleo (y se lo pagan con enorme esplendidez), reencuentra a una mujer de su pasado (con la que hace el amor), compra una cartera y encuentra en uno de sus compartimentos un billete de mil francos, reencuentra a un compañero de estudios (que ahora es un futbolista de éxito)... Él jamás se plantea el misterio de tantos golpes de fortuna (“Porque simplemente era un milagro, y dentro del milagro no hay nada extraño”, p.62), así como tampoco se plantea por qué, aunque intenta devolver el préstamo un domingo tras otro, le resulta imposible: siempre hay un azar malévolo que tuerce sus planes y lo lleva en otro sentido.Al final, la moraleja de esta historia mágica o surrealista tiene que ponerla el lector, como ocurre en todas las buenas narraciones.
La traducción del texto la pone Michael Faber-Kaiser, y es Anagrama la editorial que nos ofrece finalmente las páginas, con un prólogo quizá más pintoresco que valioso, que firma Carlos Barral.