En 1998, el madrileño Francisco Giménez Gracia publicó este divertidísimo, ameno y esclarecedor ensayo sobre la historia del pensamiento occidental. Se titula La leyenda dorada de la Filosofía, lo publicó Libertarias y, dicho con toda la humildad del mundo, “lo que se pretende es que pasemos todos un rato agradable gracias a una disciplina que se ríe de nuestros prejuicios y nos estimula donde más gusto nos da: en nuestra razón. Y que lo hagamos con el talante del aprendiz, del buen aficionado, puede que incluso del enamorado, pero nunca del profesor ceñudo” (p.16).En esa línea desacralizadora, Paco Giménez nos comunica (en la línea admirable de un Diógenes Laercio) numerosas anécdotas de sus filósofos favoritos: que le debemos a Protágoras la frase de que “El hombre es la medida de todas las cosas”; que Platón se llamaba en realidad Arístocles, que recibió el mote por sus anchas espaldas y que quizá murió de un ataque masivo de ladillas; que el pensador Orígenes se castró para concentrarse adecuadamente en sus estudios; que Aristóteles se suicidó con un veneno que llevaba uva; que Leibniz fue el inventor de la carretilla; que Kant tenía “un rostro más propio de un fetillo que de un filósofo” (p.207); o que Theodor W. Adorno murió a consecuencia de una grave luxación metafísica (el autor nos explica esta singular enfermedad en la p.288).Y todo ello compuesto con una prosa limpia, efectiva, chispeante, que diluye los almidones filosóficos y que el autor pone al servicio lúdico e intelectual de “las mujeres y los hombres de cualquier condición: flacos, homosexuales, ateos, negros, filatélicos, meapilas, catedráticos, cagapoquitos, neoliberales, follatabiques, letraheridos, prostáticos, tintinófilos, socios del Barça e incluso psicopedagogos, que ya es decir” (p.163).
En 1998, el madrileño Francisco Giménez Gracia publicó este divertidísimo, ameno y esclarecedor ensayo sobre la historia del pensamiento occidental. Se titula La leyenda dorada de la Filosofía, lo publicó Libertarias y, dicho con toda la humildad del mundo, “lo que se pretende es que pasemos todos un rato agradable gracias a una disciplina que se ríe de nuestros prejuicios y nos estimula donde más gusto nos da: en nuestra razón. Y que lo hagamos con el talante del aprendiz, del buen aficionado, puede que incluso del enamorado, pero nunca del profesor ceñudo” (p.16).En esa línea desacralizadora, Paco Giménez nos comunica (en la línea admirable de un Diógenes Laercio) numerosas anécdotas de sus filósofos favoritos: que le debemos a Protágoras la frase de que “El hombre es la medida de todas las cosas”; que Platón se llamaba en realidad Arístocles, que recibió el mote por sus anchas espaldas y que quizá murió de un ataque masivo de ladillas; que el pensador Orígenes se castró para concentrarse adecuadamente en sus estudios; que Aristóteles se suicidó con un veneno que llevaba uva; que Leibniz fue el inventor de la carretilla; que Kant tenía “un rostro más propio de un fetillo que de un filósofo” (p.207); o que Theodor W. Adorno murió a consecuencia de una grave luxación metafísica (el autor nos explica esta singular enfermedad en la p.288).Y todo ello compuesto con una prosa limpia, efectiva, chispeante, que diluye los almidones filosóficos y que el autor pone al servicio lúdico e intelectual de “las mujeres y los hombres de cualquier condición: flacos, homosexuales, ateos, negros, filatélicos, meapilas, catedráticos, cagapoquitos, neoliberales, follatabiques, letraheridos, prostáticos, tintinófilos, socios del Barça e incluso psicopedagogos, que ya es decir” (p.163).