La Libertad, El Bien Y El Mal

Publicado el 11 enero 2019 por Carlosgu82

La libertad es el mayor anhelo del hombre. Por ella, el ser humano es soberano de elegir entre el bien y el mal; y eligiendo el bien hace un uso adecuado de la misma, pues la libertad está dirigida a alcanzarlo y distribuirlo.

El hombre puede dominar la esfera inferior, puede salirse del presente para proyectarse hacia el futuro, pues sabe que percibe y entiende que piensa.

Para ejercer la libertad necesitamos ser conscientes de lo que hacemos, ha de haber atención. La importancia de la libertad recae en el hecho de que es un elemento fundamental que contribuye a la plenitud, satisfacción, placer y alegría. Podemos ver que una persona a la que se le quita su libertad suele convertirse en una persona débil, insegura y miedosa, o resentida.

Cabría pensar que todos obramos con la idea de hacer siempre el bien, parce muy ingenuo, es verdad, pero como humanos que somos, así debiera ser. Y puede que fuera así si la ignorancia no nos empujara al mal. Ahora bien, ¿es cierto que todo el mundo obra pensando en el bien? ¿Consiste la libertad en la capacidad de elegir? Un problema es que el mal y el bien resultan dinámicos y cambiantes, o lo que es lo mismo, de un mal puede nacer un bien y viceversa; lo que para uno es un mal otro lo puede ver como un bien. El mal de unos puede ser el bien de otros. Y aquí la razón ayuda poco al respecto. El mito del pecado original lo expresa, en cierto modo, el hombre muerde la fruta del árbol del bien y el mal, pero no llega a digerirla bien y todo sale mal.

Tal vez, lo más sensato sea relacionar la libertad con la ignorancia, sostener que esta es la base de aquella. ¿Por qué digo esto? Porque si conociéramos todas las consecuencias de nuestros actos no podríamos ser libres de verdad, plenamente, ya que obraríamos con una seguridad mucho mayor que la que proporciona el instinto, o el desconocimiento. Elegiríamos siempre lo correcto, aunque en realidad esto no sería elegir, porque iríamos directamente a lo seguro, así pues dejaríamos de ser seres libres, no habría elección. Y en la realidad nos movemos en un mundo de incertidumbres, en el que ignoramos casi todas las cosas, del exterior, y de nosotros mismos. Esto ocurre incluso en un terreno tan trivial como la elección de cualquier menudencia. Si tuviéramos la certeza de que una de ellas es mejor y más barata que las demás, la compraríamos sin plantearnos dudas. Así pues, la libertad incluye cierto grado de ignorancia. Claro está, una ignorancia relativa, pues una ignorancia absoluta nos haría movernos a ciegas, sin libertad a su vez. Entonces, en la medida en que nuestra ignorancia disminuye, disminuye también nuestra libertad.

En conclusión, esta ignorancia relativa pero necesaria precisa de normas morales que impidan que nos veamos arrastrados por deseos momentáneos, que nos conducirían con facilidad al desastre. Porque la moral puede entenderse como un destilado de la experiencia de generaciones sobre una inclinación innata; aunque ello no suponga un conocimiento preciso, por lo que sus reglas nunca deben tener un carácter absoluto, sino regulador y flexible, pues la moral nunca puede hacerse rígida y obsesiva, porque eso sacrificaría los deseos hasta un ascetismo insoportable e innecesario, y perderíamos la libertad.