Antes de que el buen Dios se apiade de mi alma y, llamándome a su lado, quiera librarme del castigo que estas malas fiebres tercianas me infligen, tócame en justicia dar cuenta, pues que acaso ningún otro pueda hacerlo, de la desventurada historia de la nao Santa Ysabel, que zarpó del puerto de El Callao el día ocho de abril, en el año de Nuestro Señor de mil quinientos noventa y cinco, junto con otras tres más al mando de don Álvaro de Mendaña, a quien Su Católica Majestad había otorgado, junto con el título de Adelantado de las islas de Poniente, una capitulación para poblar y colonizar las Salomón, aquellos territorios que pudieren descubrirse más al sur, y hasta la propia Tierra Austral si llegare a ser encontrada.
La historia, es decir, de la segunda nao Santa Ysabel, pues sabido es que la primera desgracióse durante una escala que hacíamos para completar abastecimiento y dotaciones en el puerto de Cherrepe, aún sobre las costas del Perú, suceso al que se remonta el origen de tanto infortunio como luego padecimos, pues ocurrió que el Adelantado, viéndose en la necesidad de procurar otro navío que la sustituyese, puso los ojos en uno de reciente fábrica y sólido porte que, procedente de Panamá, vaciaba a la sazón el contenido de sus bodegas en el puerto, y, valiéndose de la autoridad con que había sido investido, lo expropió a su armador, el sacerdote Alonso de Firenza, contra un pagaré que prometía la entrega, a la vuelta de la expedición, del duplo del valor de la nave confiscada.
El religioso, sintiéndose objeto de un expolio, intentó primero oponerse con súplicas y protestas; mas luego, entendido que hubo la esterilidad de cualquier resistencia, encolerizado y a grandes voces elevó un ruego a Nuestro Señor para que la nao nunca llegase a salvamento. Y aunque tan terrible oración no le devolvió la posesión de su barco, por lo pronto tuvo el efecto de atemorizar a no pocos de nuestros colonos y tripulantes hasta el punto de que algunos de ellos llegaron a desertar, y para sustituirlos, don Álvaro ofreció a los marineros del navío expropiado la posibilidad de continuar enrolados en él y unirse a la expedición, ganando así la oportunidad de alcanzar riqueza y tierras.
Pocos fueron los que se animaron a engancharse, pero entre estos pocos contábase Figueroa.
Era hombre alto y desgarbado, más viejo que joven, con el pelo y la barba poblados de canas, unos ojos overos a los que debía su aspecto trastornado y una voz profunda que, a pesar de su acento extranjero, se dejaba escuchar con facilidad. Veterano en el oficio de marear y de natural inconforme, gustaba de hablar sobre desdichas y solía esgrimir sentencias y profecías para demostrar sus razones; no siendo así de extrañar que, al poco de su alistamiento, hubiérase ya granjeado antipatías entre la tripulación y el pasaje. Ni causó tampoco gran sorpresa que fuera castigado con el látigo y una semana de arresto en la bodega a resultas de un lance desafortunado que tuvo con el maestre de infantería, hombre fanfarrón, ofensivo y peleador a quien habíamos aprendido a evitar los que ya lo conocíamos.
Y fue al término de su arresto cuando, desde la oscura soledad de la bodega, emergió con el anuncio de una premonición que dijo haber tenido, según la cual sólo unos pocos en la nave, cuyos nombres tuvo el capricho de consignar en una lista, lograrían sobrevivir a la funesta providencia de aquella expedición.
(pasaje de "Las islas de Poniente")