Haciendo un esfuerzo de memoria recordaba que, treinta años atrás, en los puestos de salida estaban el trabajo, la consecución de metas materiales o el mantenimiento a toda costa de los lazos familiares. En el intento de obtener y mantener a los que llevaban ventaja por entonces había ido dejando sangre, sudor y lágrimas y, por encima de todo, tiempo, ese tiempo que no se compra y que puede acabarse en un segundo.
En ese intento había perdido muchas ocasiones de disfrutar de lo que realmente le apetecía, no solo por falta de tiempo, sino por la falta de ganas que había empleado en abonar a los que encabezaban la lista en su afán porque llegaran los primeros a meta. Por el camino había ido dejando cosas, para empezar, pero también trabajos y personas. Y había ido adquiriendo momentos, que atesoraba con mimo y a otras personas.
Y lo cierto es que se le había ido media vida en procurar conseguir objetivos que no solo no eran lo más importante sino que le habían dejado muchos sinsabores y lo peor, la habían privado de muchos momentos satisfactorios. Haber aprendido a reordenar la lista había traído consigo un plus de felicidad: comprobar que separar la paja del trigo era cada vez más fácil. Que estar capacitado para decidir, en un solo vistazo, que algo no merecía ni un minuto de reflexión sobre su valía, era impagable.