Leemos lo que lo escriben los demás para suplir lo que no sabemos inventar. Es de agradecer que algunos se dediquen a escribir y otros, los más, los privilegiados, seamos los que abrimos las páginas y nos ponemos al día de cómo va el mundo según lo que los otros observan. La literatura es una evasión y también es un paliativo contra la realidad. Ahora está de moda intercambiar casas. Yo me voy a la tuya y tú te vienes a la mía. No hacemos muchos cambios. Dejo las cosas como están. El disco de Frank Zappa que escuché anoche no lo toco. Está en la bandeja del Marantz. El libro que estaba leyendo (El hombre duplicado, José Saramago) no lo muevo. Está en la mesita de noche. En el cajón hay un par de auriculares y un pack de pilas pequeñitas. No soporto que en mitad de la noche me quede sin radio. Igual eso es superfluo para quien ocupe mi cama. Si yo voy a la de alguien quizá esté bien que esté al tanto de mis vicios, pero entonces no funciona el intercambio. Se trata de vivir otra vida. En cierto sentido, se trata de renunciar a la de uno. Cuando abro un libro, renuncio a mi vida. Entro directamente en la trama. Yo no importo. No al menos mientras ando por donde otros hicieron que andase. Yo obedezco. Eso del intercambio me suena a un nuevo subgénero literario. El que suprime el libro. El electrónico y el digital. Tenemos el libro definitivo. El escritor y el lector son en realidad la misma extraña sustancia. No me imagino que alguien venga a mi casa y malogre la calibración que le hice a mi equipo de sonido hace una semana. Si pone un disco, que lo ponga y punto. Que no toque ni un botón más. Claro que entonces no es un intercambio de verdad. Quiero decir que mi casa es la suya. Hace de Emilio Calvo de Mora Villar. A mí me toca ser otro también. Siempre adoré dejar de ser yo mismo durante un tiempo prudencial. Se ve cine o se leen novelas para salir de ahí e ir a otro lado. La realidad es insoportable. Igual que uno descansa en ocasiones de ciertos hábitos que ama y a los que da una relevancia quizá inconveniente, está bien descansar a un nivel más sofisticado. El desconocido en el que me convierto durante una semana, pongo por caso, no debe afectarme más allá de esa semana pactada. Tampoco ese desconocido debe encariñarse con lo que le dejo, con el yo programado que hay en mi casa, con mis discos de jazz, con mis libros de novela negra, con la despensa llena de latas de tercio de cruzcampo. La literatura se está abriendo camino. Escribimos sin saber que lo hacemos. Leemos sin la percepción fiable de que estamos leyendo. El mundo es extraño.