«La lluvia amarilla», de Julio Llamazares

Publicado el 12 marzo 2018 por María Bravo Sancha @Labocadellibro
Fuera ya del molino, mientras trataba de arrastrarla entre la nieve del camino, cuando de nuevo reparé en la presencia de la soga y, sin saber qué hacer con ella, casi sin darme cuenta, me la até a la cintura para que no dificultara más aún el ya penoso esfuerzo de arrastrar hasa casa el cadáver de Sabina (pág. 29).

Editorial: Seix Barral
Se publicó en: 1988
Ambientado en: Aragón (España)
Páginas: 168
Premio Nacional de Narrativa

Lo reconozco, al principio cogí con escepticismo a Llamazares. Temí encontrarme con los desvaríos casi indescifrables de un hombre de pueblo. Por fortuna, me equivoqué, y lo que descubrí fue un universo literario dificil de igualar. La lluvia amarilla me había calado nada más leer los primeros párrafos.
La historia nos la cuenta Andrés, el último habitante de Ainille, un pueblo del Pirineo aragonés, el día de su muerte. Sí, toda la novela está contada por un muerto. En sus páginas nos habla de cómo poco a poco todos sus vecinos se han marchado a la ciudad o han fallecido. Andrés se refugia entre las ruinas de Ainielle, entre las inclemencias del tiempo y en una mente extraivada en la soledad que le hará encontrarse con espectros (espectros que describe con total naturalidad). ¿Pero, realmente los ve o se lo está inventando? La frontera entre lo real y lo irreal es un tema clásico en la literatura, lo vemos desde Cervantes hasta Cortázar y más allá. La ficción se mete en la realidad de una forma magistral por parte de Llamazares.
Reconozco que los primeros capítulos pueden resultar confusos, ya que Andrés, a modo de monólogo, se dirige a una tercera persona en plural, hasta que se calman las aguas y el lector se siente más cómodo al saber que Andrés se dirige al lector para contarnos su historia. Sin embargo, no será hasta el final cuando sepamos quién era ese ellos del principio, conformando así una novela circular que ya se empieza a enlazar en el capítulo 20.
No es una novela al uso, no es amable con el lector ni tampoco condescendiente; es una novela depresiva que incomoda, expresa y vibra en tu mente. Es la historia de un derrumbe físico y mental. Y este derrumbe es el que molesta. El lector se pregunta por qué Andrés, defensor nato de Ainielle, no recoge todas sus cosas y se marcha a la ciudad. No hay necesidad de sufrir. Además, él tiene elección de irse porque su hijo ya ha emigrado, pero él prefiere ser el rey de un pueblo muerto y tener así el control de su mundo. No obstante, la pregunta ronda constantemente por mi cabeza: ¿de verdad me tengo que tragar la mierda de este hombre porque no se quiere ir a vivir a la ciudad? Aunque no os equivoquéis, esto es lo magistral, que Llamazares sea capaz de conjugar talento y saturación al mismo tiempo.

Molino de Ainielle

Es una novela donde la naturaleza ostenta un papel esencial. Durge en todas partes, es un personaje más dentro del libro que se muestra hostil y pacificador, sorpresivo y demoledor. Porque como decían los naturalista del siglo XIX, a la naturaleza no hay que domesticarla, Andrés está en su entorno y ella se muestra tal y como es. Y es en ese entorno hostil donde aparece Llamazares y rompe muchas reglas narrativas, tanto con la sangría francesa como con su léxico vivo y a la vez repetitivo, ya que palabras como nieve, amarillo o silencio son una constante a lo largo del relato; pero no importa, porque la obra funciona y el arte de la literatura va más allá de la técnica. Una técnica donde Llamazares está presente, ya que resulta inverosímil, pero a la vez nos resulta natural que un hombre de campo se exprese de esta forma; pero hay que ser honestos, no es Andrés quien pone el estilo, es el escritor. Este hecho también se ve en otras novelas como Pedro Páramo de Juan Rulfo, o en Viejas historias de Castilla la Vieja, de Delibes. Son novelas donde se pierde el decoro (esto es, la falta de adecuación entre fondo y forma); es decir, los personajes no hablan conforme a su estatus social y la voz es la del escritor.

Es una obra que trata temas como la soledad, el tiempo, la despoblación, la muerte, el campo o el miedo, ambientada en un entorno rural que se puede disfrutar aun más si tienes pueblo porque los escenarios aparecen con mayor detallismo en tu cabeza. Pero no ocurre en todos los casos, ya que hay imágenes con una fuerza decisiva, donde no importa dónde hayas veraneado en tu niñez. En concreto, el extracto al inicio de esta reseña, donde Andrés lleva el cadáver de su esposa atado con un soga a la cintura; la otra escena corresponde a cuando le muerde una víbora en la casa deshabitada de un vecino con una historia truculenta infantil. 
A la luz de la linterna aún pude ver, entre las vigas y las tejas derrumbadas, una cama de niño casi intacta. Cuatro gruesas correas colgaban de sus barras como dispuestas todavía para amarrar a alguien a la cama y, en medio del colchón, una piara de víboras había hecho su nido entre la lana (pág. 70).
Como curiosidad, no penséis que una novela en un ambiente tan rural ha sido escrita en lugares afines (aunque sí es cierto que nació en un pueblo leonés, hoy desaparecido). Cuenta Llamazares que la escribió en el barrio madrileño de Chueca, concretamente cuando vivía sobre un pub nocturno que le mantenía despierto toda la noche. Si es que no hace falta rodearte de aquello de lo que se escribe. Basta con tener genialidad. Si no, el mundo estaría poblado de dragones y zombis. 

Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955) es escritor y periodista. Estudió Derecho, pero abandonó prontó la abogacía por las letras y el periodismo. En su faceta como novelista, publicó su primera obra titulada Luna de lobos (1985) por la que fue finalista al Premio Nacional de Literatura. Autor, entre otros, de La lluvia amarilla (1988) y En mitad de ninguna parte (1995), también ha escrito ensayos y poesía. Fue galardonado con el Premio Jorge Guillén por su obra poética Memoria de la Nieve en 1982. En su vertiente cinematográfica, escribió varios guiones, como el de la película Flores de otro mundo, dirigida por Icíar Bollaín. En 1999, recibió el Premio de la Semana Internacional de la Crítica en el Festival Internacional de Cannes (fuente: El País).
Escrito por María Bravo
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