A la salida de la escuela, cada tarde, Clara da un paseo. Descubre un paisaje de huertos familiares en los que el limonero, el naranjo, el laurel y el camelio comparten espacio y alzan su poderío sobre la tierra que cubre las pizarras. Es un vergel favorecido por no sé qué condiciones especiales.
Hoy, como todos los días, deja atrás el pueblo. Cruzado el río, ve la casa y el jardín que llamaron su atención desde el primer encuentro con ellos en su llegada. Las madreveselvas se enroscan a la verja oxidada. El perfume le llega intenso; macizos de mirtos y muérdago sin cuidar se mezclan con los árboles y rodean la casa ocultándola de miradas extrañas.
"Buen sitio para vivir -pensó-. A distancia cercana para una emergencia y o bastante lejos para disfrutar la soledad o compañía, según se tercie la elección."
A Clara le intriga la casa. Aquel silencio la rodea de un misterio que a ella le parece extraño. Nadie en el pueblo la menciona.
¿Ocurrió algo en ella? ¿Acaso la memoria colectiva echaba al olvido algún suceso cuyo recuerdo era una maldición?
La tarde se despereza con ritmo sosegado. Los niños acaban su tarea escolar. -Hasta mañana-, los despide.
Fue entonces cuando arrimado a la verja del patio escolar, distinguió a una persona que se acercaba.
Buenos días, señorita.
Buenas tardes- le contestó.
Sujetaba la boina entre las manos. Se presentó como el abuelo de Rosa, una de sus alumnas. Dijo llamarse Marcos.
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Mi nieta me ha hablado de su interés por saber algo acerca de la casa cerrada...
Clara no esperaba aquel comienzo. Notó color en las mejillas, como si hubiese sido pilada en un renuncio.
El hombre siguió hablando:
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Si usted quiere, y como he observado que le gusta pasear, podríamos hacerlo juntos. Así, yo le iría contando.
Calló un momento antes de continuar.
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En realidad, si hay una persona en el pueblo que le pueda aclarar sus dudas, soy yo.
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Agradezco su amabilidad, dijo Clara, a quien la propuesta parecía caerle del cielo.
Caminan uno junto al otro. Quedan atrás las últimas casas del pueblo. Cruzan el río y ante ellos aparece la casa.
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Aquí vine muchos días, durante casi dos años.
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¡Cuánto tiempo ha transcurrido...!
Ella permaneció callada, pendiente de las palabras que aclararían dudas e imaginaciones. Entonces Marcos, de un tirón, como si volviese a ser el niño que fue, le contó cuanto recordaba.
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Han pasado muchos años, porque yo tenía once. Se rumoreaba en el pueblo la compra de unos terrenos para construir una casa. Las obras comenzaron antes del verano. Al salir de la escuela íbamos a entretener el ocio viendo trabajar a los obreros que habían llegado de Ciudad Rodrigo. Por aquel tiempo, cualquier novedad servía para escapar de lo cotidiano y despertar la imaginación.
Ante nuestros ojos la casa tomaba forma y altura, diferente de las nuestras, pequeñas y de una sola planta. Aparecieron el primero y el segundo piso. Las ventanas enmarcadas en piedra, trabajadas con dibujos de hojas.
Desde el segundo piso, un corredor unía casa y jardín. Se bajaba a él mediante una escalera de piedra que tenía -aún se conservan- numerosas figuras labradas: animales y flores.
Cuando estuvo acabada, los cristales, cubiertos desde su interior por cortinas de encaje, separaban las miradas extrañas.
Sin embargo, lo que más llamó nuestra atención fue ver nacer, día a día, el jardín. Algo impensable en esta tierra que antes era monte bajo con retamas, helechos y poco más.
Así vimos llegar en grandes camiones, también novedad, puesto que únicamente el viejo autobús, el coche de línea, asomaba por la zona plantas desconocidas: palmera, magnolio, abetos...
Don Antonio, nuestro maestro, nos enseñó sus nombres y nos habló de los lugares de procedencia. A veces, nos acompañaba aquí los jueves por la tarde.
Un día llegó la verja de hierro con artísticos bucles adornándola. Los obreros la soldaron uniendo cada parte y poco a poco rodeó casa y jardín haciéndoles uno. Estaba pintada de rojo naranja.
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Sería minio- dijo Clara.
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Sí, eso era, nos lo aclaró el maestro. Luego la pintaron de negro brillante, aún se ve, a pesar del paso del tiempo.
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¿La madreselva es tan antigua como la verja?
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Pues sí. La plantaron ese mismo año, y, ya ve usted, que aún tiene ganas de retoñar cada primavera, a pesar de que nadie cuide el jardín, ni la casa...
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Es una pena, - comentó Clara.
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¡Y que lo diga!- asintió él.
Luego, el abuelo Marcos calló, quizá ordenando sus recuerdos, y añadió:
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Estábamos los niños muy intrigados. Al finalizar las obras, la casa seguía sin ser ocupada. Cercana la Navidad, el alcalde convocó reunión de vecinos y dio la noticia: la casa iba a ser habitada por un matrimonio joven llegado de América. Necesitaban servicio para las tareas domésticas y los cuidados del jardín.
En el pueblo la noticia cayó bien. Alguien ganaría unas pesetas. Hombres y mujeres éramos menos egoístas que hoy en día. Las penas y las alegrías, compartidas, hacían menos duro el oficio de vivir.
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¿Añora aquella época, señor Marcos?
El hombre no respondió. Parecía ausente, como dueño de un mundo íntimo y personal: sus recuerdos, su niñez, la época que ya nunca volvería y en la que fue feliz.
Clara permaneció callada, respetando aquellos momentos. Siguieron caminando como dos camaradas que se conocen desde siempre. Estaba a gusto con él. La empatía había surgido sin buscarla.
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¿Quiere que nos sentemos un rato? Las piernas ya no me responden tan bien como yo quisiera.
A un lado del camino un tronco tumbado parecía esperarles. Se sentaron. Marcos tomó aire. Luego siguió hablando:
Dos meses duró la felicidad en aquella casa. Era marzo, y la noticia se extendió por el pueblo desconcertándonos, la joven había muerto.
Recuerdo coches, coronas de flores y personas importantes, lo deduje impresionado tal vez, por su forma de vestir. Se celebró una misa en la iglesia, luego el coche fúnebre y su comitiva salieron del pueblo tomando rumbo a Ciudad Rodrigo.
La casa fue cerrada. Las personas que en ella trabajaban, fueron despedidas. El misterio comenzó a crecer, a hacerse intangible y presente a la vez.
Tenía yo un amigo, el Dámaso, con el que desahogaba dudas infantiles. Decidimos satisfacer nuestra curiosidad y algunas tardes -en secreto- nos escapábamos de los otros chicos para, escondidos en los alrededores más cercanos de la casa, intentar ver algo. La noche convenida, esperé debajo del puente. El Dámaso no apareció. Pero mi curiosidad era mayor que el miedo y decidí correr yo solo la aventura. Rodeé la casa y me encaramé a la verja. Cualquier ruido me hacía temblar.
Pasaron largas horas. De pronto, un sonido hizo latir apresuradamente mi corazón. Se abrió la puerta y vi salir a un hombre joven. Se dirigió a un banco bajo el camelio y se sentó. Parecía esperar a alguien.
Me dispuse a marcharme ya que mi objetivo de ver al único habitante de la casa estaba conseguido. Pero oí unas pisadas por el camino. Algo, o alguien, saltó la verja. Mi corazón galopaba. Instintivamente cerré los ojos. El miedo me dejó paralizado. Cuando los abrí, la escena que se desarrollaba ante mí erizó mis cabellos.
Una loba apoyaba sus patas en los hombros del viudo y su cabeza se fundía en la cara de un hombre. Parecían dos amantes.
Trepé como pude, salté afuera y no paré de correr. Mi madre me encontró al día siguiente en la cuadra, temblando. Pasé delirando varios días. Luego entre el médico y el sacerdote me hicieron prometer no contar a nadie lo que yo, según ellos, había imaginado.
Pero los secretos son difíciles de guardar en un pueblo pequeño. El tiempo rodeó la casa de un halo misterioso y las palabras acerca de ella volaban entrecruzándose. Se decía que la mujer volvió a buscar el marido desde el más allá convertida en loba y que él, por amor, se echó al monte.
La luna, en total plenilunio, iluminaba el camino de vuelta al pueblo. El viejo calló. La maestra quiso darle las gracias por su amabilidad. Giró la cabeza y no vio a nadie. Tampoco detrás ni delante de ella. Un extraño y desasosegante escalofrío la recorrió. Apretó el paso. La luna, arriba, parecía ejercer una fuerza de imán, dificultando el regreso.
Esa noche, ya en casa, trataba de comprender si lo ocurrido fue real o fruto de su imaginación.
A la mañana siguiente preguntó a Rosa por su abuelo. La niña le dijo que había muerto hacía ya más de dos años.
Sección para "Curiosón" de Carmen Arroyo.