La lucha equivocada

Publicado el 26 octubre 2017 por Benjamín Recacha García @brecacha

«Los hechos acreditados son hechos de extrema gravedad, no sólo por la naturaleza de los delitos cometidos y el perjuicio que ha provocado a los fondos públicos sino porque se extendieron y enraizaron como un modo ordinario de contratación pública durante un largo periodo de tiempo y en distintas administraciones gobernadas por el PP en las cuales algunas de sus autoridades aceptaron sobornos para enriquecerse con cargo a los fondos públicos que tenían responsabilidad de conservar, proteger y de salvaguardar».

La fiscal Concepción Sabadell ha dejado claro este miércoles, durante su alegato final en el juicio contra la trama Gürtel, que la organización que gobierna España ha hecho de la ilegalidad una forma de vida. Durante décadas ha utilizado métodos criminales para lucrarse con la actividad política y “premiar” a sus cómplices. Y, sin embargo, ahí está, gobernando el país sin más sobresalto que el de la “amenaza secesionista”.

Precisamente es esa amenaza la que ha logrado que todos los defensores de la sacrosanta unidad de la nación española hayan cerrado filas en torno a una organización corrupta y criminal para cuyos integrantes la política es, simplemente, un medio de vida, no una herramienta para mejorar la vida de la ciudadanía. Menudas risas, y juergas, se echan a nuestra costa.

No creo que a nadie le sorprendan las conclusiones de la fiscal Sabadell, ni siquiera a los miembros y votantes del PP. A nadie, ni siquiera a los miembros y votantes de las formaciones políticas que no sólo permiten que los delincuentes sigan gobernando, sino que les dan su apoyo incondicional (más allá de gesticulaciones inofensivas de cara a la galería) para gestionar el conflicto catalán.

Y si lo primero es grave, que una organización criminal gobierne España, más aún lo es que supuestos demócratas no hagan nada por evitarlo. Básicamente me refiero al PSOE. Pero da igual, todos han puesto ya las cartas sobre la mesa y quien no quiera ver la realidad como es, allá él.

Vivimos en un país donde es más importante defender a nuestro equipo (el partido político de turno) que exigir limpieza en el juego. Defender el honor de quienes (ingenuamente) creemos que defienden nuestros intereses antes que defender el honor y los intereses de todos. El PSOE apoya al gobierno del PP porque no hacerlo pondría en peligro el estado de derecho. Es ridículo. El estado de derecho lo dinamitaron hace años los de la Gürtel y cientos de causas más. Pero claro, los que se autodenominan socialistas ensuciando tan bella palabra también tienen un amplio listado de desmanes que ocultar.

Confieso que me da mucha pereza dedicar esfuerzos mentales a semejante pandilla de mangantes desvergonzados, cínicos, mentirosos e hipócritas. Podría coger cualquier artículo escrito hace años, cambiarle cuatro cosas, y seguiría reflejando la rabiosa actualidad. Todo continúa igual. No, ha ido a peor.

Y lo que me resulta más increíble es que la gente siga tragándose tanta desfachatez, que sigamos instalados en nuestra trinchera, defendiendo a “los nuestros” frente a los ataques de los que piensan diferente.

Todo es defendible, claro que sí, pero en una sociedad digna algo debería estar fuera de toda duda: la mentira, el engaño, deberían ser inaceptables. Un gobernante que miente inmediatamente debería no largarse a su casa, sino rendir cuentas ante la justicia. ¿Hay alguien en España que dude de que Rajoy recibió sobresueldos? ¿Hay alguien que dude de la financiación ilegal del PP, de su comportamiento criminal? No. Pero se tolera, porque una alternativa de gobierno sería peor, porque al menos el PP defiende la patria española y no se pliega ante los independentistas catalanes.

El PSOE forma parte de ese estado con olor a naftalina. Si de algo ha servido el proceso independentista es para arrancar definitivamente las caretas y dejar al aire las vergüenzas de una democracia muy mejorable.

Hoy mismo se ha producido en el Congreso el enésimo ejemplo de lo que es el PSOE. Varias formaciones políticas, entre ellas Podemos, sus confluencias y los nacionalistas, han registrado dos proposiciones de ley para modificar la Ley de Amnistía (de la que se cumplen cuarenta vergonzosos años) y que se puedan juzgar los crímenes del franquismo. Los “socialistas”, que han participado en su redacción, finalmente no las han firmado, y no aclaran cuál será su postura cuando se debatan en el Congreso.

Ya lo adelanto yo: votarán en contra, como han hecho cada vez que alguien lo ha intentado anteriormente. El PSOE forma parte del “atado y bien atado”. Y está bien, es lo que es y está para lo que está. Pero, por favor, que no intenten hacernos creer otra cosa. Ni socialistas, ni republicanos, ni obreros, ni antifranquistas.

El proceso independentista decía que ha arrancado todas las caretas, pero eso no significa que quienes lo dirigen estén demostrando ser grandes estrategas. Más bien todo lo contrario. Llegados a este punto pocas salidas quedan. El gobierno español y sus mascotas (Casa Real incluida) no pueden hacer otra cosa que hacer cumplir la ley de la forma más severa posible. En las últimas semanas me he cansado de repetir que la derecha española sólo sabe ganar por aplastamiento. Nada de concesiones.

Y el gobierno catalán, superado por las circunstancias, parece que ya sólo puede optar por saltar al abismo. Porque declarar la independencia es saltar al abismo. Ni desafío, ni astucia, ni autodefensa. Suicidio. Parece que Puigdemont y algunos de sus consellers (a otros les acosan las dudas) han decidido pasar a la historia como mártires de la causa. En Catalunya somos muy dados a adorar a héroes caídos en acto de servicio por la patria, y si la cosa no da un giro inesperado, muy pronto el president pasará unas largas vacaciones entre rejas.

El independentismo catalán, o al menos una parte significativa, todavía no se ha dado cuenta de que no tiene la fuerza suficiente para enfrentarse al estado. Lo han confiado todo al apoyo de la comunidad internacional, y una vez comprobado que a la comunidad internacional la causa independentista le importa un pimiento morrón (no había que ser muy avispado para vaticinarlo), lo confían todo a la épica. De perdidos, al río. La sociedad civil, con su defensa heroica y pacífica de las instituciones catalanas, se encargará de tapar la incapacidad política de sus líderes. Pero ¿puede haber algo más irresponsable que depositar en la ciudadanía la responsabilidad de mantener el pulso con un estado que ha demostrado sobradamente lo poco que le cuesta recurrir a la mano dura?

Si no estuvieran tan cegados por la épica y las banderas, si no estuvieran guiados en una proporción bastante elevada en el resentimiento hacia lo español (aunque muchos lo nieguen), quizás serían capaces de razonar con inteligencia y de darse cuenta de que es imposible que, en solitario, ese pulso puedan mantenerlo no ya durante mucho tiempo, sino siquiera unos pocos días.

El procesismo ha actuado de forma arrogante y torpe, muy torpe. Independencia, independencia e independencia. La declaración unilateral lo va a dejar definitivamente aislado, frente a los catalanes que creemos que, pese a la represión estatal y a la aplicación del artículo 155, ese no es el camino, y frente a los españoles que defienden el derecho a decidir de Catalunya.

En mi opinión, la postura inteligente sería labrarse complicidades, obviamente no para conseguir la independencia, no a corto plazo al menos. Nunca entenderé esa urgencia de los independentistas.

El movimiento soberanista ha demostrado una capacidad de movilización y de organización cooperativa sin precedentes. ¿Por qué no extenderlo al resto de España? ¿Por qué no utilizar esa fuerza ciudadana para establecer complicidades sólidas con la sociedad civil del resto de territorios para promover un cambio de régimen? ¿Por qué no luchar por la Tercera República?

Ahora seguramente ya es tarde. El independentismo se ha obsesionado con Europa, y en su tozuda campaña de propaganda se ha empeñado en dibujar un estado español represor, antidemocrático, troglodita, hasta el punto que la frontera entre los aparatos del estado y la ciudadanía española ha quedado diluida. Es decir: los españoles son represores, violentos, intolerantes, antidemocráticos. No es un panorama susceptible de despertar demasiadas simpatías entre el español medio, con lo cual la máquina de propaganda independentista le ha facilitado mucho el trabajo a la máquina de propaganda españolista.

Un movimiento independentista que hubiera luchado en vez de por la independencia a corto plazo, caiga quien caiga, por una España republicana y federal (como hizo, por ejemplo, Lluís Companys), habría rebasado sobradamente ese 50% de apoyo en Catalunya y habría puesto en una tesitura muy comprometida al progresismo español.

Es una pena que la izquierda española (obviamente, no incluyo al PSOE) lleve años perdida en tacticismos estúpidos y que haya olvidado que su razón de ser es defender a las clases populares frente a los abusos del capitalismo y de un régimen post-franquista que tiene muchas cuentas pendientes de resolver, la primera de ellas la permanencia de una monarquía anacrónica.

La combinación de un movimiento catalanista aún más potente que el actual, pues se le habría unido todo el espectro dels Comuns y probablemente una parte significativa del PSC, y de una sociedad civil española, junto a los partidos de izquierda, movilizada por la consecución de la república, habría tenido un potencial mucho mayor que el ideal independentista, condenado al fracaso.

Probablemente la sociedad española no esté preparada para asumir un reto tan importante; aún nos estamos desperezando de tantos años de modorra. Pero los motivos para reaccionar sobran. Es una pena que lo que está pasando en Catalunya, lejos de unir fuerzas por un bien común, esté atrincherando a unos y otros en torno a sus respectivas banderas.

Mucho me temo que, lejos de aprovechar la nueva oportunidad, como pasó tras el 15M, la estemos tirando a la basura por culpa de la estrechez de miras.

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