Porque la expresión risueña de Kuga Yoshiko impedirían derrotarse al más desanimado, porque ninguna verdadera gran película resulta deprimente sean cuales sean sus circunstancias o tal vez porque el estremecimiento de ciertos momentos penetraría cualquier montaña de ruinas (de celuloide), lo cierto es que esta prodigiosa obra de Imai Tadashi rodada en tiempo de paz - pero ambientada durante la aún muy reciente derrota bélica que marcó la historia de su país -, se sigue contemplando más de medio siglo después de filmada, con la misma fruición que tantas películas sin sombra de sus penurias y su muy cruel destino.
Momentos como todos los que jalonan el último rollo del film y varios anteriores como aquel en que el orgullo de ella se atraganta tras una mueca mientras alguien se permite hacer observaciones tendenciosas a su trabajo sincero o el repetido varias veces en que queda patente la vergüenza sufrida por él, calificado una y otra vez como cobarde, alternan, sin destacar dramáticamente, cómo podrían, con la ligereza o la lírica discreta de un té compartido para que no se hielen las manos, de un paseo una mañana cualquiera o una noche de lluvia, de varios besos muy poco habituales en un film japonés de 1950, de un malentendido cómicamente vehemente - de esos que sólo pueden surgir entre quienes se quieren - o de cualquier mirada al vacío dejado por quien no está.
Tan rosselliniana como borzagiana - de nuevo las estancias protagonistas, que llevan a "Roma, città aperta", "Seventh heaven" o "Till we meet again" - como varios inolvidables Sirk y Naruse, "Mata au hi made", contiene abundantes escenas de conversaciones y silencios que se diría tratan de ganar tiempo mientras estos dos soñadores encajan sentimentalmente cuanto acontece a su alrededor mientras entre ellos dos apenas sucede nada extraordinario.
No habrá película menos pragmática ni tampoco muchas más hermosamente cándidas: enamorarse o desesperarse y llenar los días de lo que lo alimenta lo primero y cuanto combate lo segundo.
Cualquiera debiera recordarla por sus trabajos con Tanaka ("Koibumi"), Ozu ("Higanbana") e incluso ya en los 60, misteriosa y retrospectiva en "Zero no shôten" de Nomura y curiosamente parece en "Mata au hi made" mucho mayor que cuando la vimos tres años antes en "Haru no mezame" de Naruse y sin embargo mucho mayor también que siete después en "Banka" de Gosho.
Debido en gran parte a cada una de sus intervenciones, el film adquiere un perfume muy ruso (y muy poco soviético), embelesado con lo pequeño, lo propio y lo querido.
El inenarrable tramo final, huérfano de su presencia, sí que está más desolado y afligido que todos los refugios antiaéreos, los hospitales, las calles bombardeadas o las estaciones de tren que traen mutilados de vuelta.