"LA LUNA ES MÍA"La luna es mía, dice Amalia, refiriéndose a la enorme bola de queso que flota en el cielo cuando se desviste de atavíos cerúleos para enfundarse un gabán azul oscuro. Olga mira a su amiga con una sonrisa compasiva en los labios pintados de malva y le coge de la mano para llevarla al jardín de los ángeles negros, donde las lilas rocían el aire con aromas dulzones. Ayer fueron hermosas amazonas que cabalgaban desnudas a lomos de blancos corceles por exóticas selvas inexploradas. Hoy serán pintoras que les dibujarán rostros felices a las estrellas lejanas, que titilan como candiles de una gran catedral celestial. Amalia insiste, una y otra vez: "La luna es mía. Esa gran bola de queso es de mi propiedad", rezonga protestona Amalia y regresa al salón. Tiene la mirada perdida en las imágenes banales de la televisión, pero su sonrisa es la de una niña pizpireta que ya no sabe que ese tiempo pasó, que ahora toca reposar y recordar los años felices vividos. Hay que inventar historias nuevas cada día para conectarla al mundo real, para que su sonrisa no se marchite, que no desvanezca, que cada instante compartido sea en sí mismo como el principio de una gran amistad. Amalia se frota las manos de manera compulsiva, como si así pretendiera eliminar de su piel arrugada las huellas de un oprobio impronunciable. Cuando lee su nombre escrito en el papel recupera su alma la belleza y fortaleza de Amalia Martos, mujer incorregible de carácter inquieto y temperamento de cellisca invernal. En el espejo hay una mujer de figura consumida que toca con sus manos lábiles, débiles, sin fuerza, a la mujer que se refleja en el estanque del espejo. Se pregunta quién es y por qué mueve las manos y la cabeza al mismo tiempo que ella, por qué frunce el ceño y saca la lengua como hace ella. No lo entiende. El mundo se ha vuelto confuso para una mujer que recuerda el nombre de los zares de Rusia y del primer presidente de España tras la transiciones, pero que duda y se agita convulsa cuando trata de pronunciar el suyo, cuando su hijo le abraza y le llama Telémaco, Ulises, Herodes o cualquiera otro que se le ocurra o que en ese instante cabalgue a lomos de su imaginación.