LA LUZ DE LA FE
La ‘Luz de la fe’ es la primera encíclica del Papa Francisco que, como él mismo ha dicho, ha sido redactada a cuatro manos, pues el esquema ya lo había trazado el pontífice emérito Benedicto XVI.
Una de las cosas más llamativas es la atención que presta a la consideración de que la fe es una luz que ilumina. Tiene mucha miga. Por un lado, la luz sirve para alumbrar, pero no se puede mirar de frente porque deslumbra y nuestros ojos no están habituados a visionar el foco emergente de luz: quedaríamos cegados; como cuando uno mira directamente al sol. Por otro lado, sin esa iluminación todo queda en la más absoluta oscuridad. La fe ve, pero ve más allá. Descubre, desvela lo que, de otra manera estaría velado. Traspone la apariencia. Pero, como recuerda el Romano Pontífice, “por su propia naturaleza requiere renunciar a la posesión inmediata que parece ofrecer la visión, es una invitación a abrirse a la fuente de la luz, respetando el misterio propio de un Rostro que quiere revelarse personalmente y en el momento oportuno”.
Nos conviene comprender –y examinar- la actitud infantil que supone actuar exclusivamente en términos de rentabilidad inmediata: como si la vida fuera una ganga. La luz de la fe es ante todo, y sobre todo, algo que ilumina la propia existencia dotándola de una entereza amorosa, armazón existencial. Rezuma un hondo significado entre la fe y la idolatría; entre el amor y el amorío. El amor verdadero lo pide todo al principio y parece que no da nada a cambio, hasta el final en que lo da todo. Por el contrario, el amorío, lo da todo al principio, es pura emoción regalada, gratis total,pero al final lo quita todo. Como esos bingos, estilo preferentes, que te animan a jugar, regalándote previamente unos eurillos para que piques; o como la droga o el alcohol, que produce un subidón de emociones y fantasías placenteras, pero, al fin se descubre la gran mentira. Los ídolos, en los que “creemos”, son manufacturas humanas, tienen origen, sabemos qué son, pues los hemos fabricado nosotros: no esconden ningún misterio. Es más, parece que tienen oídos, pero no oyen; y ojos, pero no ven; y boca, pero no hablan. Están sin embargo en nuestra misma dimensión: podemos asirnos a ellos, podemos tocarlos, podemos verlos, pero no son más que un subproducto cultural que deja helada el alma. La cita es del poeta inglés T. S. Eliot: «¿Tenéis acaso necesidad de que se os diga que incluso aquellos modestos logros / que os permiten estar orgullosos de una sociedad educada / difícilmente sobrevivirán a la fe que les da sentido?». Cuando la fe se desvanece, se corre el riesgo de que los fundamentos de la propia vida queden en arquitectura efímera, como esos poblados de las películas del oeste: fachadas sostenidas por travesaños que los apuntalan. Moisés que ha recibido las tablas de la ley, promulgadas por Yahvé, y regresa con los suyos, observa horrorizado como, en pocos días, han pasado de adorar al Dios de Israel a idolatrar un becerro de oro que ellos mismos han fabricado; y la cólera le hace destruir esas mismas tablas: han abandonado el primer mandamiento y sin él todos los demás carecen de fundamento.
Pedro LópezGrupo de Estudios de Actualidad