Hoy hace siete años que me convertí en madre por vez primera, de madrugada, en silencio, en la oscuridad de la noche, alumbrada por un frío foco, parí a un hijo que se llevaron y no vi, parí un hijo que una hora después murió. Y aunque negué aquella maternidad en un inicio, no pude menos que rendirme a la vida y a su significado. Ya no había marcha atrás, por mucho que doliera, por muy desgarrada que se me quedara el alma, el milagro de la vida había llamado a mi puerta y se convirtió en mi obsesión.
Le pérdida de un hijo nunca se supera, te acostumbras a vivir con ello y aprendes a mirar la vida con otros ojos. Pierdes la inocencia y desde ese momento conoces la doble cara de la maternidad. Es lo más hermoso que te puede suceder y al tiempo lo más desgarrador. Pero a pesar del riesgo, del miedo, del dolor, quieres repetir porque sabes que merecerá la pena. Y porque lo llevamos tatuado en nuestros genes, no podemos ni debemos evitarlo.
No vi a mi bebé, no le acompañé, ni tuve valor de hacerlo ni nadie supo guiarme, guiarnos en aquel trance. Nadie nos cogió la mano para enseñarnos y comenzar nuestro duelo. Fuimos a tientas, a oscuras, aprendiendo solos y sujetándonos el uno al otro.
Hoy soplo una vela por aquel bebé que se fue. Él nos enseñó la grandeza de la ma/paternidad, la necesidad de dar vida que todos tenemos. Y nos dio fuerzas para levantarnos y continuar, a pesar del golpe. Mi vientre vacío me hizo comprender que mi vida debía ser diferente. Y hoy mirando atrás veo que gracias a él he conseguido lo que quería: un proyecto de vida distinto. Y el gran beneficiado de todo ello es mi segundo hijo, mi Rayo, el sol que ilumina mis días.
Soplo esta vela mientras te doy las gracias, hijo mío, por llegar a nuestras vidas y enseñarnos el camino.