Soy una abierta ventana que escucha,
por donde va tenebrosa la vida.
Pero hay un rayo de sol en la lucha
que siempre deja la sombra vencida.
M. Hernández
Cumpliría cien años. Sería centenario el treintañero al que los españoles dejaron morir después de explotarlo, humillarlo, usarlo, intrumentalizarlo, lucharlo, perseguirlo, encerrarlo. No entro en quién tuvo razón. Sé quién la tuvo. La tuvo quién fue perseguido o muerto. Y no la tuvieron los demás. Los que perseguían y mataban. Porque eran, aunque cueste entenderlo, los mismos en uno y otro bando. Y no hablo sólo de aquellos que entregaban desde sus gabinetes, a la mejor juventud de España a la carnicería mayor que se sufrió, tras Napoleón, obedeciendo intereses multinacionales, retrógrados o estalinistas. También a los que, mezclados entre el pueblo de ese viento tan cantado, denunciaban, traicionaban, disparaban y firmaban fusilamientos que otros ejecutaban.
Dijo el falangista Ledesma Ramos, al comenzar la guerra: 'Cualquiera de los dos bandos me mataría'. Lo mismo con todos los muertos por los generalotes cenicientos, los curas negros, los políticos entregados al interés personal y el populacho más vil, herramienta voluntaria de cualquier represalia, ejecución o tortura entusiasta.Miguel Hernández defendió a la República Española pues era lo que la ley y la justicia pedían. Y defendiendola, fue por ella abandonado y utilizado por el monstruo de Gori, que le embelesó, como a Neruda, con la imagen falsa de una rusa culta y liberada, mientras mataba a Piatakov o Sokolnikov. Por defenderla, los psicópatas fascistas lo encarcelaron. Y en la prisión halló su miseria y su muerte.
En estos días, la exposición 'La Sombra Vencida' en la Biblioteca Nacional de España, recuerda su vida, su muerte y su legado, en un bellísimo trabajo de comisariado. Desde su infancia en la asfixiante Orihuela a los terribles días de miseria en Madrid. Desde su lucha a su inocencia, permaneciendo primero en España, intentando huir al siniestro Portugal de Salazar, desde donde lo entregaron de inmediato. El recorrido de un hombre pobre ilusionado, un impulsor del arte y de la luz, que se dejó manipular y vencer por la miseria humana, recibiendo en pago nada más que muerte. Los años de luz se apagaron con él por casi 40 años.
Una frase en un muro recuerda como aquella generación nunca esperó el exilio, la prisión, la muerte. Recordar a Hernández es un deber patrio de todos los que lo llevamos en la sangre. Sentir su hado es nuestro salvoconducto para siempre.
Una exposición que llama a todos los que tocamos la cítara cuando los fusiles cantan.