Grazia Deledda (Nuoro, Cerdeña, 1871 – Roma, 1936) fue la primera mujer italiana —y la única hasta el momento— en ganar el Premio Nobel de Literatura. Ocurrió en 1926, seis años después de que viera la luz La madre (1920), considerada una de sus mejores obras y una de las más representativas de su universo literario. Deledda, que se crió en el seno de una familia sarda acomodada y recibió una instrucción más completa de lo habitual entre las jóvenes de la época, publicó más de cincuenta libros, entre los que sobresalen las novelas breves, aunque también cultivó el cuento y el teatro. Se le reconocen influencias tanto del verismo de Giovanni Vera, en su análisis de la sociedad y la psicología de los personajes, como del decadentismo encabezado por Gabriele D’Annunzio, por su crítica de la moral y conciencia de la fatalidad. En cualquier caso, Deledda supo llevar estas sugestiones a su terreno y dio forma a unas historias de elevado lirismo en las que la rutina de la gente sencilla de su Cerdeña natal adquiere tintes trascendentales.En La madre, un joven sacerdote, párroco de la iglesia más modesta de la zona, tiene una aventura con una mujer rica y soltera. La madre del chico, una señora humilde que se sacrificó para sacarlo adelante, descubre su secreto y, escandalizada, le pide que deje de vivir en pecado. El sacerdote se enfrenta a un dilema moral: la razón o el corazón, su madre o su amada, su matrimonio con Dios o fugarse con la chica y comenzar de cero. No obstante, el conflicto va más allá de la elección entre las dos mujeres, entre otras cosas porque la madre no es un personaje tan simple como aparenta: a diferencia de las matronas puritanas severas, esta madre experimenta una evolución, pasa del rechazo inicial, la reacción instintiva, a la compasión, tanto por su hijo como por la amante, hasta el punto de rezar por ambos, por contradictorio que pueda parecer este gesto. A pesar de su fervor religioso (estamos en la Italia de principios del siglo XX), llega a cuestionar el voto de castidad de la Iglesia católica, se pregunta por qué su hijo no puede casarse como los demás hombres, por qué la amante, al fin y al cabo una solitaria desdichada, no puede seguir con él. En su fuero interno, los apoya. El sacerdote, por su parte, es otro personaje complejo. Creció sin una figura paterna al uso, bajo el ala protectora de su madre, encaminado desde jovencito al sacerdocio, aunque, como se revela, antes de hacer los votos ya había dudado sobre su vocación. Ahora mantiene una doble vida: por un lado, su relación amorosa (la noche, los secretos, lo prohibido); por el otro, su imagen pública, su deber cristiano (el día, la claridad, lo socialmente aceptable). Para el pueblo, él es una persona ejemplar, un párroco de reputación intachable. En concreto, Deledda enfatiza la figura de un discípulo, un muchacho que lo admira y aspira a seguir su camino. Este niño, todavía tierno para comprender los entresijos del oficio, enumera convencido los principios de un buen sacerdote. El entusiasmo del aprendiz, su inocencia, aumenta el malestar del párroco y su madre, atormentados por sus mentiras. Cuantos más elogios, más remordimientos, hasta que llegan al límite. Deledda traza un vívido (y por momentos angustioso) retrato de la hipocresía social de la Cerdeña de entonces, pero, en lugar de condenar o ridiculizar al que finge, siente empatía por él, lo compadece.Es reseñable que la autora rompa tabúes sobre la religión en un país tan católico, y en un tiempo en el que no era común poner en duda estos valores. Tiene mucho interés que se centre en una madre de estrato social bajo, una creyente devota, que ha dedicado todos sus esfuerzos a que su hijo sea sacerdote (apostar por una intelectual recelosa de la Iglesia habría conllevado menos riesgos). La paradoja de que su nuevo estatus (porque ser la madre de un sacerdote también es una forma de ascenso social: «tú eres una mujer ambiciosa: has querido volver como ama allí donde habías sido criada. Ahora sabrás todo lo que has ganado», p. 26) pueda echarse a perder por las pasiones de su hijo lleva a Deledda a deconstruir a un personaje, la madre, en teoría anclado en la hegemonía de los valores tradicionales: cuando la «desviación» del orden la toca de cerca, cuestiona sus creencias desde la raíz, se da cuenta de la opresión que conllevan las normas, de que su hijo podría haber sido más libre si nunca hubiera ocupado ese cargo. El auge y la caída de la madre tiene un punto perverso; ella es una especie de víctima y verdugo.
Grazia Deledda
La madre, como todas las grandes novelas, tiene múltiples capas. Está su vertiente más realista o costumbrista: la naturaleza de fresco social, con su indagación psicológica en la madre y el hijo (y de manera secundaria en la amante y el aprendiz), que la sitúa como una predecesora clara de autoras como Natalia Ginzburg. A la vez, las disquisiciones morales le otorgan un alto valor simbólico, por su desenlace fatal y por el uso de elementos religiosos (la figura del anterior sacerdote, los rezos de la madre, la confesión, el «milagro», conceptos como pecado, culpa, castigo y redención). En conjunto, puede leerse como una espléndida tragedia moderna sobre la opresión espiritual que culmina en un final catártico. El estilo de Deledda, preciso y sutil, se caracteriza por su lenguaje poético, rico en metáforas y comparaciones, más insinuante que explícito. Es, además, muy vivaz, muy hábil con el diálogo y el tono próximo al lenguaje oral. En un momento en el que la literatura italiana escrita por mujeres está de plena actualidad, Grazia Deledda no puede faltar en ninguna biblioteca.