La madre que no debió serlo contempló su rostro adocenado e inicuo en el espejo de su hogar desmembrado, con una sonrisa estólida y mirada alunada. Aún busca a su hija, acaso escondida bajo la cama, o jugando afuera, junto al columpio y el tobogán que nunca más volverá a utilizar.
Durante meses le ha suministrado a su pequeña regulares dosis de pastillas, que la niña tomaba obediente como si fueran golosinas. No sabía la risueña y cándida Andrea que el referente principal de su vida se la estaba quitando, coadyuvada por el padre amoroso que le leía cuentos de brujas y hadas todas las noches.
Está nerviosa esta mañana la madre indeseable, sentada en el estrado, hilvanando embustes y mohines de tragedia como si fuese ella la víctima y no el verdugo. Su esposo acoge la sentencia condenatoria con la glacial resignación de un saco de esparto destinado a recibir golpes, sin la menor queja. Ella retoma sus sollozos impostores cuando el veredicto final arroja una verdad inasumible: "ha asesinado a su hija". Pero la mente de la terrorista filial solo alberga resquicio emocional para palidecer por su propio destino;
ni un solo pensamiento de arrepentimiento ni condolencia vuela junto al lecho pétreo de la tumba donde reposa la niña engañada por la madre que jamás debió serlo.