Confieso que, en cuanto empieza diciembre, me pongo nervioso.
Veo las luces apagadas aún de un lado a otro de las calles y las siento como una amenaza. Descubro árboles cubiertos de bolas de todos los colores o belenes de cualquier tamaño y las manos empiezan a sudarme. Siento náuseas tanto con los villancicos como con el turrón. No puedo ni tan siquiera pensar en una comida con los compañeros de trabajo o en una cena en familia. Los décimos de Lotería, los niños y los bombos, las sonrisas y las botellas de champán me producen sarpullido. Las tiendas abiertas a todas horas y la gente moviéndose entre ellas como zombis me son repugnantes. Los niños y su cara de tontos me confirman que el ser humano no tiene futuro alguno. En cuanto a…Afortunadamente, cuando llega el 25 de diciembre y estoy al borde de colapsarme, busco en el fondo del armario mi traje de Papá Noel, confirmo que las manchas de sangre del año anterior son prácticamente indetectables y salgo.Pasada esa fecha suelo estar más calmado y ya puedo empezar a pensar en lo que quiero pedir a los Reyes Magos.Texto: Luisa Hurtado GonzálezMás relatos de Navidad aquí