Hay que buscar la relevancia -en la historia del cine de terror- de La maldición de Frankenstein, producida por la Hammer, en cómo se aleja de la versión clásica de la Universal, El doctor Frankenstein (James Whale, 1931). Ambas no son demasiado fieles a la novela de Mary Shelley de 1818, simplemente parten del argumento básico, pero además se alejan entre sí en cuanto a los personajes, los ambientes y sobre todo las intenciones.
El Frankenstein de Whale, interpretado por Colin Clive, es un héroe que se deja llevar por la arrogancia -la hibris- y comete un error del que luego será víctima. El monstruo es su culpa, enfocada en algo exterior, que le aterroriza. En la versión de Hammer, el barón es un elemento subversivo. Un súperhombre que se cree por encima de la aborregada moral de la sociedad. Es capaz de todo: de utilizar a su sirvienta para satisfacer sus necesidades sexuales; de robar cadáveres; de traicionar a su tutor, Paul Krempe (Robert Urquhart) y hasta de asesinar al genio poseedor del cerebro que necesita. El barón Frankenstein es el verdadero monstruo.
Por otro lado, la criatura a la que da vida Christopher Lee poco tiene que ver con el monstruo de Boris Karloff, cuyo look clásico estaba protegido por derechos de autor. Los andares torpes y los gruñidos de Karloff invitaban a la pena y a la simpatía, mientras que el aspecto repulsivo y la furia homicida de Lee producen repugnancia y miedo. En las secuelas de la Universal, el protagonista es el monstruo, en las de la Hammer es Frankenstein -casi siempre Cushing- el que vuelve una y otra vez, mientras su criatura va mutando de aspecto. En todo caso, las dos versiones evitan la atormentada inteligencia que el monstruo tenía en la novela y obvian casi completamente su soledad y sus conflictos existenciales.
Hay otro contraste importante entre la versión de la Universal y la de la Hammer. La primera está rodada en blanco y negro, con una estética derivada del expresionismo alemán. La segunda es un estallido de colores que hace hincapié en esa sangre muy roja que mancha el delantal del barón Frankenstein. La cabeza cortada, las manos amputadas, los ojos guardados en una bolsa de tela: en 1957 aquello era gore.
La violencia de La maldición de Frankenstein no es solo física ni estética. El apacible pueblo centroeuropeo de las películas de la Universal, es sustituido aquí por una sociedad envilecida: la tía del barón solo quiere asegurarse una pensión cuando muere el padre de éste; la sirvienta que permite que el barón se aproveche de ella, siente celos de su prima Elizabeth (Hazel Court); Frankenstein no tiene reparos en mezclarse con clases sociales más bajas para comprar las horribles partes de su monstruo. Hay un gozo malsano en la energía con la que el barón emprende su experimento y en el desprecio con que trata a los demás. En cómo mira con asco las -falsas- buenas intenciones de los ignorantes que le rodean. Lo más subversivo de esta película es haber convertido a alguien así, en protagonista.