La maldición de la flor dorada

Publicado el 15 agosto 2011 por Evagp1972
Como Emperador y Emperatriz debemos dar ejemplo y, en todo, ser exquisitos.

Eres bella y obstinada, Emperatriz.
Vives en un palacio inmenso de brillantes columnas doradas, rosas, verdes, azules, servida por un ejército de hermosas damas envueltas en seda azul. Tu larga melena oscura está siempre decorada con agujas de oro, prodigios de orfebrería que dibujan grullas, lunas, flores. Te cubren pesados vestidos cubiertos de bordados de seda y oro, mas no por ello tus brazos se mueven con menor soltura: estás acostumbrada a llevarlos con elegancia desde la niñez. 
Consorte en un principio ilusionada, pronto comprendiste que del Emperador sólo podías esperar un corazón aún enamorado de su primera esposa, y una maldad tan vasta como su imperio. Empezaste a odiarle. Quisiste herirle. Y te refugiaste en los brazos del su primer hijo, el que ha de sucederle y que es fruto de esa primera unión. No me llames madre, le dices, y tu belleza logra someterle un tiempo.  Sin embargo, cuando el Emperador retorne de sus múltiples campañas, este amante débil y temeroso se alejará de ti : Él es el Emperador, y también mi padre. Tú no lo sabes, todavía; pero el Emperador ha sido informado de tu  aventura pseudoincestuosa, y planea castigarte por ello. Nada puede ocultarse mucho tiempo en un palacio de paredes tan finas como la seda transparente.
Sientes auténtica devoción por tu primer hijo, el segundo en la línea sucesoria, y el más preparado para gobernar. El Emperador lo sabe, pero el amor  que te profesa  le causa una gran desconfianza.: siempre será el hijo de su madre, y ya en una ocasión se rebeló contra él.  Intentará apoyarse en su primer vástago, mas éste le decepciona una y otra vez. En dos ocasiones llega a pedirle que escoja al primogénito de la Emperatriz como sucesor.
Obediente, durante diez años, has tomado varias veces al día una infusión preparada según instrucciones concretas del Emperador. Él te asegura que sufres anemia, y que esta bebida te curará. Diez años han pasado y, sin embargo, no experimentas ninguna mejoría. Quizás el objetivo de tu esposo  no sea curarte sino recordarte, diversas veces cada día, que estás sometida a sus caprichos. Que has de cumplir su orden, aunque no le encuentres sentido. Algo ha cambiado en los últimos diez días, sin embargo. El Emperador ha añadido un nuevo componente a tu medicina y desde entonces, de tanto en tanto, tu frente se perla de sudor, te cuesta respirar y te tiemblan las manos. Contratas los servicios de una espía para confirmar si ese nuevo ingrediente es, como sospechas, un veneno. 
AntiPerséfone, noche y día tejes en tus aposentos miles de flores doradas, crisantemos que lucirán en el pecho de 10.000 hombres dispuestos a luchar por ti cuando des la orden. Has seleccionado el momento con cuidado: la celebración en la que miles de crisantemos dorados cubren el vasto patio que precede a las estancias privadas de la familia imperial. Una fiesta en la que, irónicamente, se celebra la unión de sus miembros, una unión que ha de traer prosperidad y felicidad a la China del siglo X.
Mientras no llegue ese momento, continúas ingiriendo esa pócima, varias veces al día. La bebes y esperas. Durante uno de los cada vez más frecuentes ataques, te miras al espejo y en silencio te dices que has de ser fuerte y continuar. Todo está preparado. Resiste un poco más. Disimula tu pánico y sigue adelante. Bebe, impertérrita, una vez más.
Confías el terrible secreto al hijo que amas. Procuras que su devoción por ti le lleve a traicionar a su padre. No hay ambición en su gesto, tan solo amor y sentido de la justicia. No estoy segura, Emperatriz, si en tu petición de ayuda a ese hijo que adoras no se esconde una nueva maniobra para herir al Emperador. Quieres verlo traicionado por quien debiera sucederle; vencido, en definitiva, por ti. Tu deseo de venganza es superior a tu amor de madre. Sin embargo, me resisto a condenarte: esos delicados dedos enfundados en oro no pueden empuñar una espada. Ni siquiera tu hijo a pie es capaz de vencer al Emperador sentado. No todavía, y tú ya no dispones de tiempo. Sólo puedes lanzar contra él a sus hijos: al virtual heredero, y a tu propia sangre.
Hay algo que ha escapado a tu cálculo, Emperatriz. Ni tú ni el Emperador habéis prestado atención a vuestro hijo pequeño. Es demasiado joven, aún inexperto. No os es útil. Pero él observa y espera, el corazón carcomido por una ambición desmedida y unos celos terribles. 
Bella, terrible y obstinada, no te inmutarás ante el destino de tu pequeño. Tú sólo vives esperando la llegada de tu primogénito, el arma de sangre y carne que  ya  dirige contra su padre el ejército de la flor dorada.