La Maldición del Niño Huérfano

Publicado el 31 agosto 2019 por Carlosgu82

Parecía que la muerte me había acompañado durante toda mi vida, como si fuese yo el resultado de ella. Y es que fue desde el principio, siempre estuvo presente, cuando le quitó la vida a mi madre y me la dio a mí, aunque estaba muy claro que era un embarazo de alto riesgo. Era como si yo estuviera impregnado de esa mala energía, porque todo lo que tocaba se convertía en polvo. Nunca pude sembrar en la finca de mi padre porque terminaba acabando con todo lo naciente, incluso, la tierra misma se volvía infértil si yo intentaba manipularla. Así que me limité a observar, la siembra, el campo, los trabajadores, todo lo apreciable que estaba al alcance de mi vista.

He perdido la cuenta de las mascotas que se murieron a mi cuidado. Por una extraña enfermedad, por hambre, envenenados, caídos de la ventana de mi cuarto en el segundo piso. He preferido dejar que se escapen a que mueran por mi causa. Sin embargo, mi padre siempre fue el insistente, aunque los empleados y amigos le decían que era una causa perdida, que jamás algo que estuviera a mi alrededor tendría vida. Él tenía fe en mí, de una forma totalmente increíble, veía lo que nadie era capaz de ver, ni siquiera yo, porque al verme en el espejo sólo podía apreciar un rostro demacrado, producto de mi imaginación.

Mi maldición me guiaba a la desdicha, sin fin. Incluso, a mi padre, que murió cuando cumplí los once años de edad. Es curioso: Siempre creí que su fe en mí se debía a que era su único heredero, y que en ese proceso de negación, murió creyendo que de alguna forma podría salvarme.

Crecí sin manejar un centavo de mi herencia, fue mi tío funesto (que se negaba a compartir tiempo conmigo por miedo a la muerte) el que dispuso su tiempo a la contabilidad y administración de la finca exitosamente, multiplicando lo que mi padre había dejado, y responsabilizándose por mí y mis necesidades, dejandome al cuidado de una joven niñera de corazón dulce. Me quiso mantener alejado de todo, me encerraba durante horas en mi habitación, dónde sólo me quedaba observar por la ventana, y cuando podía salir, estaba vigilado por la mujer.

Una hermosa y carismática muchacha, que necesitaba los recursos para viajar y estudiar en el extranjero en un futuro lejano, porque aún no cumplía la edad necesaria y quería aprovechar el tiempo para ahorrar el dinero, se dispuso, por esas razones y por el remunerado sueldo que mi tío le propuso, a hacerme compañía ignorando las advertencias que escuchaba por doquier. Estuvo al tanto de mí, haciéndome creer que no estaba maldito de ninguna forma, y que todo era parte de puras coincidencias y descuido absoluto de parte de mi familia y mis criados.

Debió haber sido por ese tipo de afecto que ella me tuvo, por la protección y la cuidadosa atención, que estúpidamente la miré con ojos de amor, aunque sabía que de ninguna manera podía tener lugar en el mundo dicha relación, sólo por el hecho de la diferencia de edad ya bastaba. Aún así, creció ese estupido amor lleno de esperanza, como un sueño prácticamente imposible.

Pasaba el tiempo y parecía que la maldición se había roto de algún modo, porque la mujer seguía tan sana y tan viva que nadie en el pueblo podía creerselo, ni siquiera yo, que era ya un muchacho, y mi amor por ella había florecido, y estaba seguro de que esa era la razón por la cual mi maleficio se había disuelto en el olvido. Ilógicamente, por estupideces de un joven adolescente, creí que, de alguna forma y por diferentes razones, ella me correspondía, me seguía la corriente cuando le coqueteaba, y me ilusioné, es más, estaba obsesionado con ella y con la idea de hacerla mi esposa en un futuro cercano.

Por otro lado, tratando de apaciguar el tiempo encerrado desde muy joven, me había dedicado a la pintura, por un talento nato que había heredado de mi madre. Eran los días de soledad y el encierro lo que me habían motivado a ser pintor. Porque no me quedaba nada más que hacer que mirar por la ventana, e inmiscuir en los detalles, ser un buen observador, disfrutar de los colores del cielo, el cambio de los árboles y las flores en las estaciones.

Fue la improvisación y la experimentación los elementos de la práctica, hasta perfeccionar las técnicas deducidas, pintar a los sirvientes, retratar a mis difuntos padres, revivir pesadillas y sueños felices, plasmar viejos recuerdos, proponer lo que quería en un futuro, y mis más oscuros deseos. Esto impresionó a mi niñera que siempre estaba en constante vigilancia haciéndome compañía, tanto que me daba todo su interés, se sentaba durante horas observando el mismo lienzo y me esperaba hasta que lo terminara, para ver el resultado final.

Había quedado tan impresionada por mi interpretación que deseaba que la retratara, que la plasmara en uno de tantos cuadros que tenía yo en la pared de mi habitación. Yo estaba complacido de poder observarla de esa forma, de detallarla, pero no imaginaba, ni siquiera en un ligero deseo nocturno, que se despojara de sus vestiduras y me mostrara su completa desnudez, para que la «viera mejor», según ella.

Había desaparecido de mi mente la preocupación, ya no pensaba en la dichosa maldición y en cohibirme para no lastimar a alguien, porque me culpaba totalmente a mí de la muerte de mi padre, él había pasado mucho tiempo a mi lado antes de morir, y fue esa la clara prueba de que yo era peligroso, por eso mi tío y los empleados de la hacienda, decidieron mantenerme resguardado.

Con mi niñera fue clase aparte. Ella no sentía miedo por mí, o por el maleficio que me perseguía, ni siquiera sentía asco al tocarme, al besarme, al acariciarme, y mucho menos temor cuando yo le correspondía, o cuando dormíamos juntos en las noches tormentosas, nunca… Jamás.

Mantuvimos una relación muy cercana, tan cercana que yo me había creído con certeza que no me dejaría, porque parecía que era ella la única inmune a mi petrificación. Y era por eso que la quería para mí, sólo para mí. Porque ella era la única que sin temor se acercaba, y que atendía a mis suplicas cuando la necesitaba, que me calma cuando despertaba exaltado por mis pesadillas. Fue ella mi calma siempre.

Una mañana, cuando desayunabamos juntos en el jardín, le llegó una carta del extranjero. Su rostro se llenó de alegría extrema, al enterarse de que la habían aceptado en la universidad que tanto había anhelado. Esa alegría tan exagerada quería decir muchas cosas sobre los dos: la primera era que su felicidad no era yo; en segundo lugar que estuvo siempre a mi lado para que ese momento llegara; en tercero que no sentía lo mismo que yo y que todo era una mentira, todo; cuarto, que se iría sin importarle mi opinión; y por ultimo, que no me había correspondido nunca y que si lo había hecho, había sido por simple hipocresía.

Fue mucha mi indignación. No salí de la habitación el resto del día, aunque ella me insistiera para que saliera, o por lo menos para que le respondiera a su llamado. Ese mismo día, según la carta del desayuno, tendría que salir de la finca y tomar el primer avión a la capital, y quería verme por última vez. También, quiso prometerme muchas cosas, pero estaba yo muy lleno de rabia para aceptar sus mentiras, por eso preferí ignorarla.

La llegué a odiar por eso, la detesté a un punto extremo, tanto que lloré de impotencia, por ser un simple muchacho y no poder detenerla de algún modo, y porque el amor que le tenía no era correspondido. No podía pintar mis sentimientos, no podía desahogarme con nada, y aunque lo intentaba la rabia no me lo permitía, anhelaba sacar todo eso que crecía dentro de mí porque ya estaba devorándome. Entonces me asomé a la ventana para verla de salida, como para torturarme, o para verificar si al final se arrepentía. No, seguía su camino sin importarle en lo más mínimo lo que ella significaba para mí.

Caminaba ella con su valija por el sendero hacia la reja donde la esperaba el auto que la llevaría hasta la estación, caminaba muy lento mientras que yo observaba su espalda descubierta por un vestido blanco muy delgado, y me di cuenta de cuanto la deseaba… Pero recordaba también el rencor que había cosechado por su engaño. Mi mirada se hizo más punzante, y las lágrimas se echaban a correr por mis mejillas llenas de indignación.

Entonces se detuvo repentinamente, y soltó la valija paralizada, mientras mi mirada seguía persistiendo impregnada de odio. Sus pasos se habían detenido repentinamente a la mitad del camino y la brisa ya no la abrazaba, mucho menos la gracia de la vida. Se desplomó, ahí mismo, frente a mis ojos, sin consuelo, llenándose de arena su cabello liso que carecía de vigor, su piel palideció más de lo que estaba, y sus manos temblorosas hacían danzar sus dedos estrepitosamente, mientras que sus uñas moradas se clavaban en la arena, en el sendero de la finca…