Felipe II.
La picaresca castellana durante la época de los Austrias es legendaria. Los autores del “siglo de oro” se encargaron de contar historias inolvidables sobre la forma en la que las personas trataban de sobrevivir en un mundo humilde y despiadado, y también sobre el ingenio que desplegaban a la hora de sortear las leyes y normas de los gobernantes. Una de esas normas obligaba a los habitantes de Madrid, la villa y corte, a hospedar a miles de extraños en sus casas. Una obligación desagradable para la que no se tardó en encontrar una manera de ser subvertida: las “casas a la malicia”.El 12 de febrero de 1561 el rey Felipe II decidió que su corte se iba a instalar en Madrid, en esa época una pequeña villa de no más de 12.000 habitantes. Se ha escrito mucho sobre las razones de esta decisión. Unos dicen que fueron políticas, una manera de huir de la influencia de Toledo y de su todopoderoso arzobispo. Otros geográfica, ya que Madrid se encuentra en el centro de la Península, mientras que para muchos la causa fue climática, ya que en Madrid el aire de la sierra y la gran cantidad de agua en el subsuelo permiten crear un entorno muy agradable en el centro de Castilla.
Madrid en el S. XVI
Independientemente de las causas del traslado, el caso es que Madrid de repente pasó de ser una pequeña ciudad a la sombra de Toledo a ser el centro del mundo. El imperio de Felipe II en esa fecha se extendía por media Europa (Castilla, Aragón, Flandes, Nápoles, Milán, etc.) y casi toda América, sin olvidar las Filipinas. Era el “reino en el que nunca se ponía el sol”, al que en pocos años se añadirían los también vastísimos dominios del reino de Portugal, que Felipe anexionó a sus posesiones en 1580.Gobernar tal enormidad de territorios y tal cantidad de súbditos necesitaba de una burocracia cada vez más amplia y de una corte cada vez más grande. Miles de personas acompañaban al rey en sus viajes. Secretarios, criados, soldados, sacerdotes, y por supuesto nobles y aristócratas que se movían siempre en el entorno del rey en busca de más privilegios y títulos.
En época del padre de Felipe II, el emperador Carlos V, la corte todavía era itinerante, es decir, no existía una capital fija. Era una tradición de la Edad Media, según la cual los reyes y emperadores no tenían una capital desde la que gobernar, sino que viajaban constantemente por sus dominios. Esto se debía a la necesidad de la presencia del soberano en sus diferentes dominios para garantizar su sumisión e imponer su autoridad.
Pero en la época de Felipe II las costumbres medievales se estaban quedando obsoletas y la complejidad de la administración necesitaba de una burocracia que se asentara en un lugar fijo, sin los vaivenes de las constantes mudanzas y viajes. El rey Felipe II necesitaba una capital y hace 452 años decidió que esta fuera Madrid.
Una ciudad desbordadaEsta decisión fue un gran honor para los madrileños, pero a corto plazo fue un completo horror. Con solamente 12.000 habitantes en 1561, Madrid vio cómo en pocos años su población se iba multiplicando hasta alcanzar los 35-45.000 diez años más tarde, y los 100.000 a la muerte de Felipe II en 1598. Todo un crecimiento descontrolado y muy difícil de administrar no solamente por cuestiones de higiene y alimentación. No existía una solución a corto plazo para responder a la pregunta, ¿dónde se podían alojar los miles de cortesanos que llegarían a la villa de la noche a la mañana?
Existía una solución legal, la llamada “Regalía de Aposento”. Su origen era medieval, y consistía en facilitar el alojamiento de la corte en las ciudades por las que iba viajando el rey itinerante. Básicamente se trataba de una ley que obligaba a los vecinos de estas ciudades a alojar en sus casas a los cortesanos durante el tiempo que el rey estuviera instalado allí. Era incómodo, pero siempre se trataba de una circunstancia temporal. Tarde o temprano el rey y su corte se acababan marchando. Sin embargo, en el caso de Madrid sería diferente, ya que la corte se iba a establecer de manera permanente. Pero los madrileños reaccionaron con astucia.
Las fachadas de Madrid comenzaron a cambiar. Las ventanas de los pisos superiores iban desapareciendo o convirtiéndose en pequeños ventanucos o agujeros que no daban la sensación de albergar un piso sino una simple buhardilla o nada. Las casas de dos o más plantas fueron cambiando su aspecto exterior para parecer más humildes y de un solo piso, aunque al entrar en ellas, el patio interior desvelaba todo el esplendor de unas viviendas de varios pisos.